«Berenice», o la estética pura del horror

De entre todos los relatos de Edgar Allan Poe, probablemente sea «Berenice» aquel que más se instala en los terrenos de lo que podríamos llamar «horror moderno». Relato absolutamente adelantado a su tiempo, exhibe una de las atmósferas más enfermizas y mórbidas de toda la obra del autor, al tiempo que conduce el ánimo del lector hacia uno de los finales más violentos y perturbadores de la historia del horror literario. Paradigma rotundo del estilo y la temática del autor, quizá se trate de su obra definitiva.

«Berenice», de Edgar Allan Poe, incluido en El pozo y el péndulo y otras historias espeluznantes. Valdemar, Madrid, 2009. 343 páginas

Poe escribió «Berenice» alrededor de 1834. El relato vería la luz en marzo del año siguiente en las páginas del Southern Literary Messenger. De más está decir que su aparición provocó reacciones de protesta y repulsa entre los lectores más sensibles; Poe volvió a publicarlo diez años después en el Broadway Journal, en el fugaz impasse durante el cual fue dueño y regidor de este periódico —lo compró en 1845, y pocos meses después la publicación decayó—. Un signo más de la existencia errática y marcada por el fracaso del autor, pero también una de sus pocas muestras de transigencia creativa: esta segunda publicación del relato sufrió algunas modificaciones que, en cualquier caso, poco pudieron hacer para ocultar la brutal impetuosidad de los hechos que se relatan, así como su espiral de demencia y vejación física.

«Berenice», como quintaesencia de relato «a lo Poe», reúne muchas de las características habituales en el abanico temático del autor: entierro prematuro, amada perdida, enfermedad como fenómeno que trastoca la identidad de los personajes, trastorno mental como vehículo de los actos del protagonista. Este se presenta al lector como Egaeus; y, aunque omite su apellido, es uno de los pocos narradores obsesivos de Poe del que al menos tendremos acceso a su nombre de pila. Se trata del solitario y macilento habitante de una biblioteca; un aposento decadente y apolillado en donde nació, creció y seguramente desarrolló esa monomanía que durante la primera mitad del cuento se encarga de intentar describir, no sin cierta dificultad. Al parecer hablamos de un mal atípico y poco habitual: una tendencia enfermiza a la atención mórbida por ciertos «objetos triviales», atención que deriva en reflexiones desagradables y en una especie de obsesión imposible de combatir.

Con esta descripción —intencionadamente peregrina y difusa— de su enfermedad, Egaeus nos pone en situación y nos habla de ese trastorno que, según intuimos, es el motor narrativo de toda la historia. A diferencia de otros narradores de Poe —como los de «El gato negro» (The Black Cat, 1843) o «El corazón delator» (The Tell-Tale Heart, 1843)—, el Egaeus que desgrana la historia en «Berenice» es un narrador tranquilo y sosegado, se diría que bajo la influencia de algún opiáceo o sustancia tranquilizadora. Solo al final entendemos que la carga de horror bestial que emanan sus actos es lo que probablemente lo ha adormecido.

Ilustración que recrea el espeluznante desenlace de «Berenice», una de las obras maestras de Edgar Allan Poe

Pero la cosa va a de enfermedades, así que Egaeus también nos cuenta la patología de su prima Berenice, esa prima amada e inevitable y trágicamente destinada a convertirse en su esposa. Berenice sufre un extraño género de epilepsia que, según el narrador, «terminaba no rara vez en catalepsia» —la cursiva, desde luego, es del autor—. La enfermedad de su prima entristece y desconsuela a Egaeus, quien, impotente, contempla la degradación física y espiritual de su amada, una especie de descomposición ontológica que difumina la identidad en otro tiempo alegre y vital de la desgraciada Berenice. En un momento desafortunado, Egaeus pide en matrimonio a su prima, en lo que parece un acto de compasión final. En otro momento aún más desafortunado, y en medio de uno de los brotes de esta monomanía sin nombre ni forma que aqueja a nuestro protagonista, una desmejorada Berenice exhibe una sonrisa enferma; la sonrisa característica de los convalecientes o de las víctimas de alguna carcoma terminal: los labios replegados y casi inexistentes, el rostro lívido y marmóreo, las facciones turbadas por algo que se necrosa poco a poco…

Entonces aparecen los dientes. El protagonista los describe con una precisión espeluznante, con un nivel de detalle sobrecogedor. Fruto de su obsesión, claro está; solo gracias a una «atención mórbida» como la suya es posible alcanzar semejante nivel de descripción, incluso en el recuerdo. Su realidad gira entonces alrededor de estas piezas dentales, que no puede apartar de su mente perturbada. Hasta tal punto es así que de esta forma nos describe el paso de las horas, absorto en el nuevo objeto de su obsesión:

Y la tarde cayó sobre mí, y vino la oscuridad, y duró y se fue, y amaneció el nuevo día, y las brumas de una segunda noche se acumularon y yo seguía inmóvil, sentado en aquel aposento solitario; y seguí sumido en la meditación, y el fantasma de los dientes mantenía su terrible ascendiente como si, con la claridad más viva y más espantosa, flotara entre las cambiantes luces y sombras del recinto.

Lo único que rompe este letargo alucinatorio es «un grito como de horror y consternación». El anuncio tan esperado: la muerte de Berenice. Un acceso de epilepsia la ha conducido hasta la tumba, que ya está preparada para recibirla.

Después, un confuso despertar que presagia el horror pasado; es el momento en el que Poe rompe la línea cronológica con la inserción magistral de un «vacío narrativo». Algo ha ocurrido, pero como viajamos a través de la atribulada mente del narrador, la misma nebulosa que obstaculiza su entendimiento nos impide vislumbrar una escena preñada del horror más absoluto.

No obstante, se nos ofrecerán indicios, elementos y consecuencias para dilucidarla, claro que sí. Existe una ligera noción en la bruma de consciencia de Egaeus: «Yo había hecho algo. ¿Qué era?», plantea la confusa mente del narrador. En la mesa hay una lámpara y una curiosa e insustancial cajita. ¿Otro de los «objetos triviales» que despiertan la obsesión del protagonista? No, por cierto: terminará siendo una entidad trascendental en el proceso de descifrar la tragedia.

Un criado penetra en la habitación y balbucea pinceladas de un horror total: una tumba violada y un cadáver vejado y desfigurado por una horrenda mutilación… ¡Un cadáver que aún respiraba y palpitaba! Egaeus se contempla a sí mismo por primera vez en todo el relato…; quizá por primera vez en toda su vida. Manchas de barro y sangre coagulada. Una pala en un rincón como evidencia de la necrofilia y el merodeo noctámbulo por el camposanto. La cajita, que el tembloroso narrador no puede retener entre sus manos, cae al suelo y se abre, dejando a los ojos del narrador el contenido, la sustancia narrativa que quita el velo a ese escenario de horror puro que el autor, con suma habilidad, solo le ha permitido vislumbrar con sombríos vestigios cada vez menos sutiles: las treinta y dos piezas dentales de Berenice, que ruedan por el suelo con un cloqueo pavoroso que casi somos capaces de escuchar.

Edgar Allan Poe (1809-1849)

Edgar Allan Poe rompe las barreras del horror clásico —¿victoriano?— con la materialización de los elementos. No solo despoja al relato de horror de cualquier dispositivo sobrenatural, sino que al socorrido recurso de la demencia le añade otras patologías que también son capaces de suscitar el terror. Lo más llamativo de todo es que casi no entra en juego la famosa «suspensión voluntaria de la incredulidad» que mencionaba S. T. Coleridge. La verosimilitud del relato en sus planteamientos formales es absoluta, radical, y Poe da una vuelta de tuerca más cuando se adentra en los senderos del brutal desenlace y redobla la apuesta: nuestro protagonista no solo se ha obsesionado con los dientes hasta el punto de desenterrar el cadáver de su prima para arrancárselos sin piedad, sino que la víctima ni siquiera estaba muerta. ¿Podemos hacer un acopio de imaginación suficiente como para deleitarnos con la pavorosa secuencia que el relato nunca detalla, pero que sugiere con tanta maestría? ¿Somos capaces de acercarnos a la tumba, «espiar» a ese lunático desenterrando un cuerpo vivo y, mediante «algunos instrumentos de cirugía dental», verlo mutilar el cuerpo amado y ensangrentado de Berenice?

Ese es quizá el reto principal que se planteó Poe con la confección de esta inexorable obra maestra: materializar una nueva estética del horror puro desarrollando todo aquello que sirve como preludio y epílogo a la secuencia misma que encierra el núcleo del terror, y abonando implacablemente la imaginación del lector para horadar, como siempre, en lo más profundo de nuestras almas.

«El Monje»: la cúspide del Gótico

Si frecuentas este blog conocerás mi devoción por esas novelas que marcaron la génesis del género de horror, allá por el tercio final del siglo XVIII. De hecho, ya registramos aquí un par de microensayos basados en dos de las obras maestras incontestables del movimiento: El castillo de Otranto, de Horace Walpole, y Vathek, de William Beckford (puedes acceder cliqueando en los títulos). Pero hoy te traigo la novela que flamea para siempre en la cumbre del género Gótico. Una novela terrible y estremecedora, tanto por estética como por complejidad narrativa, y que marcó un antes y un después en el desarrollo de esta maravillosa escuela literaria. Hoy hablaremos de El Monje, de Matthew G. Lewis.

El Monje, de Matthew G. Lewis. Portada correspondiente al N.º 3 de la Colección Gótica. Valdemar, Madrid, 2009. 423 páginas. (Ilustración: Hagamos otra criatura, Francisco Torres Oliver.)

El Monje es una novela que excede los estrechos márgenes que delimitan el género al que pertenece, y tanto su sombra de influencia como su calidad narrativa la convierten en una de las cuatro o cinco novelas de horror más grandes jamás escritas. Hay que tener en cuenta que el género Gótico, desde sus inicios, intentó marcar una ruptura con las posturas racionalistas que el pensamiento del siglo XVIII (lo que Julio Cortázar llama «optimismo filosófico») había impuesto como norma a las manifestaciones artísticas. El lector moderno, sin embargo, no debe perder de vista que dichas obras, leídas fuera de contexto, no despiertan la sensación de miedo tal y como la conocemos en pleno siglo XXI. Tanto lo ajeno de los escenarios (castillos medievales, monasterios, conventos, ruinas, criptas y mazmorras) como el desarrollo narrativo de tipo teatral en muchas de las escenas, más cierto aire onírico, hacen que el horror que sustenta su discurso sea un poco artificial; acartonado, digamos. En este sentido, El Monje también señala un punto de transgresión con las novelas góticas que se venían escribiendo desde 1765, especialmente con las técnicas empleadas por Ann Radcliffe, otro de los grandes nombres del género. La novela de Lewis transmite una sensación de miedo real totalmente adelantada a su tiempo, y es una obra cuya fruición estética, relacionada con esa sensación de escalofrío e inquietud que todos los lectores del género buscamos, sigue vigente hasta nuestros días.

La novela cuenta la historia de Ambrosio, un monje español que es presentado como la idealización de la virtud atribuida a los ministros de Dios. Casto, frugal, disciplinado, piadoso y puro, y al mismo tiempo humilde, dócil y servicial, es un estereotipo de la integridad sin mácula, incorruptible, que se espera de los representantes del catolicismo. Pero Ambrosio, un buen día, se verá tentado por un ser infernal, encarnado en la figura de una mujer irresistible que, en un principio, se hace pasar por monaguillo para irrumpir en el mundo santificado del eclesiástico. La versatilidad de este Ángel del Mal hará caer a Ambrosio desde el pináculo más elevado de su virtud hasta el pozo más hondo, hasta la sima más profunda de la abyección, condenando para siempre su alma corrupta. Como en un juego de muñecas rusas o matrioskas, la novela ofrece también un puñado de historias paralelas, tangencialmente relacionadas con la trama principal, pero al mismo tiempo con la autonomía suficiente como para resultar sumamente interesantes por sí mismas. La historia finaliza con uno de los desenlaces más estremecedores de la historia de la literatura de horror: un final desesperante, angustioso y excepcionalmente trágico.

Portada de El Monje, de Matthew G. Lewis, perteneciente, en este caso, al N.º 4 de la colección El Club Diógenes. Valdemar, Madrid, 2011. 501 páginas. (Ilustración: La lámpara del diablo, Francisco de Goya, 1797-1798.)

La novela está ambientada en un Madrid oscuro, tenebroso, garbancero, perfectamente descrito por Matthew G. Lewis. Debe entenderse que la novela Gótica encuentra su origen en Inglaterra, en pleno corazón del protestantismo; sus autores, la mayoría de ellos liberales empedernidos, trasladaban el escenario de sus narraciones a aquellos contextos religiosamente más sombríos y sumidos en la intolerancia; es decir, a los territorios en donde el poder del catolicismo era inexorable y donde la Inquisición echaba su aliento de dragón sobre cualquier connato de herejía. Es por este motivo que las grandes novelas del Gótico (El castillo de Otranto, Los misterios de Udolfo, El Italiano, Manuscrito encontrado en Zaragoza o la que nos ocupa) están ambientadas siempre en Italia o en España. Así, estos autores protestantes nos muestran el lado más siniestro del oscurantismo, la superstición y el fanatismo religioso emparentado con el catolicismo más rancio. En este sentido, cabe aclarar que la ambientación que elabora Matthew G. Lewis a la hora de construir este Madrid castizo y lóbrego es extraordinaria. La España de la Inquisición llega al lector a través de una abigarrada paleta visual, auditiva, y principalmente olfativa, trabajada al detalle por el autor.

El libro está salpicado de momentos memorables y pequeñas historias paralelas, un recurso muy habitual en la novela Gótica clásica. Uno de los episodios más memorables es el de «La monja ensangrentada», un relato estremecedor que tiene lugar a las puertas de un castillo, y que posteriormente fue extraído y descontextualizado de la novela e incluido como un cuento con autonomía en numerosas antologías. Además, la novela desarrolla las típicas persecuciones por túneles, pasadizos, mazmorras, bóvedas de cementerios, corredores de conventos tenebrosos, castillos, monasterios y ruinas medievales, enclaves que componen el escenario tradicional de la novela Gótica. También veremos enredos y confusiones de identidad, pero sobre todo un sentido del morbo y la crueldad que hasta ese momento no se había apreciado en el género. Se efectúan veladas referencias a lo sexual y a unas relaciones carnales absolutamente enfermizas, por demás escandalosas en el ámbito de la narrativa de finales del siglo XVIII. Sin duda por este motivo el libro produjo una auténtica conmoción en la época, siendo tildado de maldito y blasfemo por las autoridades eclesiásticas…, cosa que, como suele ocurrir, le granjeó una popularidad aún más grande.

Matthew G. Lewis (1775-1818)

Del autor, Matthew Gregory Lewis, diremos que fue un dramaturgo, novelista y político británico nacido en 1775 en Londres. Educado en Oxford, recorrió durante su juventud Francia y Alemania, y en 1796, con solo veintiún años, compuso su obra maestra: El Monje. Cuenta la leyenda que la escritura de la novela tuvo lugar a lo largo de diez semanas febriles de redacción, durante las cuales el autor estuvo poseído por un éxtasis creativo sin igual. En 1812, a la muerte de su padre, heredó unas plantaciones en Jamaica, a donde se trasladó. En uno de sus viajes a Europa coincidió en Villa Diodati, en 1816, con el grupo de escritores allí reunidos (Lord Byron, Percy Shelley, Mary Shelley y John William Polidori). Aunque no es un hecho contrastado, una teoría sostiene que estuvo presente en la célebre noche del 17 de junio de 1816 en la que la jovencita Mary Shelley escribió las primeras páginas de Frankenstein, o el moderno Prometeo y John Polidori dio a luz a «El vampiro». Tras un nuevo viaje a Jamaica, Lewis regresó a Europa en 1818; ese año contrajo la fiebre amarilla y falleció a los cuarenta y dos años de edad. Además de El Monje, su primera novela, cabe destacar entre sus obras dos colecciones de narraciones breves (Cuentos de terror [1799] y Cuentos maravillosos [1801]) y las obras de teatro El espectro del castillo (1796), El indio (1799) y Alfonso (1801). También fue traductor al inglés de los poetas alemanes Friedrich Schiller y August von Kotzebue.

El Monje fue una obra que revolucionó el panorama de la novela Gótica a finales del siglo XVIII. Cuando a mediados de los años veinte del siglo XIX el género se quedó obsoleto, la novela cayó en el ostracismo, aplastada, como todas las del movimiento, por el auge del novedoso horror victoriano. Aun así, numerosos autores decimonónicos registraron una manifiesta influencia de la novela en su obra; un claro ejemplo lo podemos apreciar en Nuestra Señora de París, una de las obras maestras de Victor Hugo. La novela merecería una muy justificada reivindicación ya en el siglo XX, cuando tanto André Breton como Antonin Artaud, mentores del naciente movimiento Surrealista, la catalogarían como la mejor novela Gótica jamás escrita, y como uno de los logros más notables del Romanticismo.

La mujer que volvió de la muerte

Empezamos el 2022 en El Disparaletras® hablando de uno de esos cuentos icónicos de nuestro amado género del terror, y uno de los más representativos de la corriente gótica española del siglo XIX. Se trata de una narración que sin duda encontrarás no solo en cualquier colección de su autora, Emilia Pardo Bazán, sino en casi la totalidad de las antologías de cuentos de terror en nuestra lengua. Aguda y lúcida reflexión sobre el fenómeno de la resurrección, y eclosión pura del estilo romántico aplicado al género sobrenatural, hoy hablaremos de esa pequeña obra maestra llamada «La resucitada».

La resucitada. Antología de cuentos oscuros, de Emilia Pardo Bazán. El Gallo de Oro, Bilbao, 2021. 150 páginas

Doña Dorotea de Guevara ha muerto. Sus restos descansan en la nave central de la capilla del Cristo, un recinto sagrado que su familia, los Guevara Benavides, tienen en patronato. En plena noche, y sin que nadie la esté velando, Dorotea recupera inesperadamente la consciencia. Su ataúd aún está abierto, ya que se ha planificado que sea conducido, durante la mañana, al panteón subterráneo de la familia.

Tras unos minutos de estupor, Dorotea recupera el conocimiento y es consciente de en dónde se encuentra y de cuál es su condición. Contrariamente a lo que cabría esperar, se toma con suma calma el hecho de su resucitación. Sale del ataúd y busca racionalmente la manera de escapar de la capilla y de regresar junto a su familia, que llora por ella en la mansión aledaña. Accede sin problemas a las llaves que cierran la verja de la capilla y en pocos minutos está ya en la calle. Con la misma calma, aunque alimentando la esperanza de contemplar la alegría sin igual con la que su familia la ha de recibir, llama a la puerta de su casa. Tanto los criados como su marido y sus hijos la reciben con espanto, pero pronto todos manifiestan esa felicidad irracional que se desprende del milagro… O casi.

Durante los días subsiguientes se llevan a cabo misas de agradecimiento en la capilla del Cristo y convites fastuosos en la mansión de los Guevara Benavides para celebrar el retorno de la resucitada. No obstante, doña Dorotea comienza a sentirse poco a poco rechazada por sus hijos, por su marido, don Enrique, e incluso por sus criados. Todos la contemplan como a un ente extraño, como a alguien que no debería estar allí. No importa lo mucho que se arregle y se perfume para despertar el deseo de su marido: el hedor de la muerte, la sombra destructora a la que inconcebiblemente ha derrotado, la persigue allá donde vaya… Finalmente, y resignada a la idea de que no se puede escapar de la muerte, doña Dorotea de Guevara se recluye voluntariamente en la cripta mortuoria de la familia. Se acuesta, apaga con su pie el cirio y se deja envolver por la oscuridad…

«La resucitada» es quizá el más célebre de los más de quinientos cuentos que escribió Emilia Pardo Bazán

Doña Emilia Pardo Bazán emplea aquí la técnica de la inversión narrativa, sin duda con el objetivo de encarar la tan trillada temática del entierro prematuro mediante una perspectiva original. Ya hemos analizado en este blog el subgénero temático del entierro prematuro dentro de la literatura de terror sobrenatural; a partir del relato escrito por Edgar Allan Poe en 1844 —accede al análisis que publiqué en su día desde aquí—, el tema se convirtió en una parada casi obligatoria para cualquier escritor del género. La originalidad en el tratamiento por parte de Emilia Pardo Bazán consiste en eliminar todo rastro de claustrofobia en el personaje central en el momento de recuperar la consciencia —en el momento de resucitar, según la concepción sobrenatural del cuento—. Doña Dorotea no solo tiene la fortuna de encontrarse con su ataúd abierto, sino que ni siquiera tiene que padecer el encierro en la capilla hasta la mañana siguiente. Con las llaves de la iglesia a mano, en pocos minutos estará respirando el aire libre de la calle. Este comienzo ya supone una vuelta de tuerca importante en las bases del discurso: lo más pavoroso del hecho de regresar de la muerte ya no es el encuentro con esas «barreras» tras las cuales los vivos aíslan a los difuntos.

Más adelante, y a raíz de este planteamiento tan poco usual, será donde Pardo Bazán muestre su genio… Porque el haber escapado a la «trampa mortal» de la sepultura no impide que doña Dorotea de Guevara empiece a padecer una extraña sensación de claustrofobia en su propia mansión, acompañada de sus seres queridos. Lo peor no ha sido despertar recostada en el interior de un ataúd, sino la sensación de que la muerte, ahora, va con ella a todas partes. Es inútil que se maquille o se empolve la cara: la tonalidad cetrina de la defunción delata su condición de resucitada; no importa la cantidad de perfumes o esencias que se eche encima: la pestilencia del sepulcro ha impregnado su cuerpo, estigmatizándola como a alguien que ha vuelto de donde la gente no debe volver.

Finalmente, doña Dorotea de Guevara comprende y acepta su realidad inapelable: el «error» que ha supuesto su inesperada resurrección no puede ocultar la realidad. Lo cierto es que, en verdad, ha muerto, y es su deber ocupar el lugar que corresponde a los muertos. Una noche, en secreto, acude a las profundidades de la cripta, se encierra voluntariamente en el panteón y se deja envolver por la oscuridad. Aunque el cuento no lo exprese, es indudable que su familia se sentirá aliviada.

El cuento es de una factura impecable y está desarrollado a través de un primoroso estilo decimonónico. Hace gala de un exquisito vocabulario y de una estructura de frases preciosista y esmerada, otorgando una extraña belleza macabra al tratamiento del tema. A su vez, comunica a través del subtexto una serie de reflexiones que enriquecen notablemente el mensaje de la narración. La resurrección —sin duda producto de una catalepsia, enfermedad que obsesionó a muchos de los autores del terror del XIX— supone la ruptura de un orden demasiado rígido y hermético. Esta ruptura solo es posible en apariencia o, a lo sumo, transitoriamente, pero tarde o temprano las aguas volverán a su cauce y los muertos, separados por error de su entorno natural, volverán a sus tumbas. La muerte, además, se presenta aquí no como la culminación de los males y las enfermedades, o como su consecuencia más inevitable, sino como una enfermedad más, un mal que se manifiesta en síntomas, olores, tonalidad de la piel…, y algo más: algo sin duda intangible, tal vez inexplicable, pero que termina por espantar irremediablemente a las personas que componen el entorno de Dorotea de Guevara. Es algo antinatural, contra lo que no pueden luchar, y que es imposible de racionalizar; por tanto, solo se torna comprensible cuando vuelven a establecerse los parámetros de ese orden (el Orden, como diría Borges): los muertos en sus tumbas, bajo tierra; los vivos en la superficie.

Emilia Pardo Bazán (1851-1921)

Emilia Pardo-Bazán y de la Rúa-Figueroa, condesa de Pardo Bazán, nació en La Coruña en 1851. Durante su vida se dedicó intensamente a la literatura en casi todas su vertientes: fue novelista, periodista, ensayista, crítica literaria, poetisa, dramaturga, traductora, editora, catedrática, conferenciante y activista por el feminismo. De entre su extensa obra destacan la novela Los pazos de Ulloa (1886), la recopilación de artículos La cuestión palpitante (1883) y la novela La tribuna (1883) obra fundacional del naturalismo en España. Fue la primera mujer socia del Ateneo de Madrid, registrándose su ingreso en 1905, y una de las primeras intelectuales en exponer, mediante su obra narrativa y ensayística, los problemas de la mujer en la sociedad de los siglos XIX y XX en España. Se declaraba a sí misma como «feminista radical», y creó, entre otros aparatos literarios de reivindicación del feminismo, una Biblioteca de la Mujer, una colección de libros de temática feminista que fundó en 1892 y que dirigió hasta 1914. Es de público conocimiento —y fuente de millones de especulaciones espurias— su gran amistad con el escritor Benito Pérez Galdós, relación que nos ha legado un más que interesante y jugoso intercambio epistolar. Emilia Pardo Bazán murió en Madrid en 1921.

Creo que no había mejor manera de empezar este 2022 que con la lectura y el análisis de esta pequeña pero impagable obra maestra sobre la resurrección truncada; un cuento magistral que, por derecho propio, ocupa un lugar de privilegio entre las mejores narraciones de terror escritas en España.

Armand

Cualquiera podría haber pensado que nuestro estado sería ruinoso; sin embargo, las técnicas de embalsamamiento ayudaban a que nos mantuviéramos en forma.

Aquella noche estaba especialmente ansioso; iba a visitar a Armand después de mucho tiempo. Nunca nos conocimos en vida, pero la cantidad de correrías al amparo de las tinieblas en las que habíamos participado tiempo atrás eran recordadas en todo el recinto. Después, decidimos descansar durante unos años.

Atravesé el camposanto desierto y de paisaje ralo en dirección al refugio de Armand. Las alimañas de la noche acechaban a la espera de un bocado; el dominio de la carroña subterránea enviaba sus efluvios hacia el exterior a través de una densa vaharada pestilente.

Divisé a los lejos el panteón en donde subsistía Armand, coronado por una cruz medio derruida. Superé con ágiles pasos en anquilosamiento de años de quietud. Con huesudos nudillos llamé a su puerta. Esta se abrió con un chirrido prolongado y herrumbroso. Del otro lado del ancho soportal de piedra estaba mi amigo Armand.

—Cuánto tiempo —dijo—. Pasa. Te estábamos esperando.

Muy poco después, se desató un auténtico festín de canibalismo y tanatofagia.

«Cumbres Borrascosas»: más allá de la novela gótica

Cuando se analiza la cronología de la literatura gótica y, posteriormente, del terror victoriano, aparecen obras inclasificables y asombrosas que sin duda marcan un punto de inflexión, especialmente debido al tratamiento tan original que hacen del tema; en ocasiones, el factor distintivo se lo otorga la inclusión en la historia de un personaje indeleble para la memoria. En el caso de Cumbres borrascosas, de Emily Brontë —novela ideal para leer en estos días lluviosos y fríos (Canarias), o azotados por una furiosa tormenta de nieve (resto de España)— nos encontramos con una novela que reúne ambas características. El resultado es una obra literaria de una intensidad emocional, espiritual y metafísica pocas veces vista.

Cumbres Borrascosas, de Emily Brontë. Valdemar, Madrid, 2014. 397 páginas

Cumbres Borrascosas narra la historia de dos fincas ancladas en los desolados e inhóspitos páramos de Yorkshire (norte de Inglaterra), y de la ruina moral y física de dos familias: los Earnshaw, propietarios de Cumbres Borrascosas, y los Linton, instalados en la vecina Granja de los Tordos. Ambos árboles familiares caerán en desgracia a causa de la perversidad de un ser ruin y carcomido por el odio y el resentimiento: el mestizo Heathcliff, un niño desarraigado y de origen incierto que el señor Earnshaw adopta de pequeño, y que lleva a vivir con sus dos hijos pequeños, Catrherine y Hindley. Entre Heathcliff y Catherine se forjará muy pronto una relación obsesiva y malsana, un amor imposible que el paso del tiempo y las influencias familiares convertirán en la grotesca caricatura de una pasión incontenible. El perverso Heathcliff, rechazado por Catherine en beneficio de Edgar Linton, huirá derrotado de Cumbres Borrascosas…, pero regresará años después, dispuesto a llevar a cabo una cruenta e implacable venganza: todo su odio y crueldad se volcarán en contra de cualquier Linton o Earnshaw superviviente, hasta convertirse en el señor de ambas fincas. Así y todo, su pasión por Catherine sólo podrá ser satisfecha una vez que ambos atraviesen la barrera de la muerte.

Un aspecto muy interesante de Cumbres Borrascosas es su punto de vista. La novela está narrada en primera persona desde la perspectiva de Lockwood, un simple inquilino que arrenda la Granja de los Tordos en 1801. Una visita accidental a Cumbres Borrascosas despierta su curiosidad, y es entonces cuando entra en escena Ellen Dean, el ama de llaves, que es quien lleva la voz cantante en toda la novela, recreando la cronología de ambas familias mientras Lockwood se recupera de su enfermedad. El relato de Dean se verá salpimentado por intervenciones de otros personajes, quienes en determinados momentos también adoptarán el papel de narradores, y toda la historia se desplegará a través del testimonio de primera mano de todos los que intervienen. De esta manera, veremos que no se registran acciones objetivas desarrolladas por una visión omnisciente, sino un constante solapamiento de relatos en primera persona. Aun así, Emily Brontë maneja con enorme equilibrio esta pirámide de narradores, haciendo que la historia sea, a la vez que compleja e intrincada, perfectamente inteligible para el lector.

Los desolados páramos de Yorkshire (al norte de Inglaterra), escenario de la novela Cumbres Borrascosas. La familia Brontë también vivía en este condado, el más extenso de Gran Bretaña

La novela ofrece una oscura y atormentada visión metafísica del destino, arraigada en el deseo y la pasión de Heathcliff por su hermana adoptiva Catherine. Esta relación representa el foco central de las emociones en la narración, pero termina funcionando como causa de otras uniones, todas ellas saturadas de un apasionamiento incontenible. Discursivamente, es una de las novelas más violentas del siglo XIX: los personajes se agreden verbal y físicamente, y perpetran actos de una crueldad manifiesta, basados principalmente en el maltrato psicológico y la vejación emocional. La novela incluye flagrantes abandonos a enfermos terminales, secuestros, palizas, intentos de asesinato, humillaciones morales y hasta actos de necrofilia. Apelando a la descomposición ética y espiritual de estos rústicos habitantes de los páramos, la joven Brontë parece haberse esforzado en exagerar intencionadamente el tono y la atmósfera elegidos para narrar la novela, y el romanticismo del discurso alcanza altísimas cotas en numerosos pasajes de la narración. Esto crea una sensación estética muy particular en el lector: la historia resulta adictiva por la perfecta estructuración de la trama, mientras que la destilación puramente melodramática y la fuerza expresiva del mensaje crean escenarios narrativos muy impactantes para el lector.

La aparición del libro supuso una ruptura absoluta de los cánones del decoro que la Inglaterra victoriana esperaba y exigía a sus novelas; Emily Brontë se propuso bucear en lo más umbrío y retorcido de la conciencia humana, y articular la novela en la simbología entre las almas torturadas que la protagonizan y la hostilidad climática del entorno; los páramos yermos, desolados, lluviosos, rocosos e impracticables casi son un personaje atormentado más de esta épica tragedia, y resulta asombroso cómo la autora aprovecha estas características escénicas para conseguir, a través de la pura semiótica, circunstancias estéticas que conmueven al lector.

Emily Brontë (1818-1848)

La autora, Emily Brontë, nació en Thornton, Yorkshire, en 1818. Fue la quinta de seis hermanos, siendo muy conocidas también dos de sus hermanas por la popularidad que alcanzaron sus obras literarias Jane Eyre (Charlotte Brontë, 1847) y Agnes Grey (Anne Brontë, 1847). En agosto de 1824, las hermanas Brontë fueron enviadas al crudo internado de Clergy Daughters, en Cowan Bridge (Lancashire), de donde volvieron enfermas de tuberculosis. Las muchachas poseían una imaginación desbordante, lo cual les permitió crear un mundo ficticio que alimentaron con poesías, relatos y novelas. Fue entonces, al regresar del internado, cuando concibieron el plan de escribir una novela cada una, siendo el resultado las obras arriba mencionadas, más Cumbres Borrascosas (1847). A pesar de que las tres novelas son consideradas clásicos de la literatura inglesa, ninguna alcanzó el punto de popularidad de esta última, al menos en nuestros días. Cabe aclarar el hecho de que las tres hermanas tuvieron que publicar las novelas con seudónimos masculinos, debido a los problemas que tenían las mujeres por aquel entonces para editar sus trabajos literarios. Respetando las iniciales de sus nombres, Charlotte publicó Jane Eyre bajo el nombre de Currer Bell; Anne entregó Agnes Grey con el pseudónimo de Acton Bell; y Emily firmó Cumbres Borrascosas con el nombre de Ellis Bell. En septiembre de 1848 falleció su hermano Patrick, y en el entierro de este Emily enfermó y ya nunca se recuperó. Moriría tres meses después, el 19 de diciembre de 1848, con tan sólo treinta años.

Una lectura para disfrutar y paladear, para vibrar y asombrarse, Cumbres Borrascosas emerge como una de las historias de pasión enfermiza más intensas y mejor estructuradas del siglo XIX. La joven Emily Brontë consigue un melodrama inolvidable y entrega para la galería uno de los personajes más oscuros e implacables de la literatura: el perverso Heathcliff, paradigma del resentimiento y la obsesión, y reverso tenebrosos de los típicos héroes byronianos.

Para terminar, una cita de H. P. Lovecraft acerca de la novela en su ensayo El horror sobrenatural en la literatura: «El inquietante terror de la señorita Brontë no es un mero eco de la novela gótica, sino la expresión tensa de la reacción estremecida del ser humano ante lo desconocido. En este aspecto, Cumbres Borrascosas se convierte en símbolo de una transición literaria, y señala el nacimiento de una nueva escuela, más competente». Ha hablado el maestro… ¿Qué más puedo añadir yo?

El egoísta

Había sido el ser más mezquino, egocéntrico e individualista de los que había conocido. Jamás pensaba en nadie que no fuera en sí mismo; nunca había movido un dedo a no ser que fuese en beneficio propio. Nunca jamás había pensado en el bienestar o en la conveniencia de los demás.

Su muerte —un hecho natural— no despertó la habitual congoja. Murió solo. A su funeral y posterior entierro únicamente asistieron los deudos obligatorios, a quienes no acució el llanto. Su recuerdo muy pronto de desvaneció. Nadie lo echó de menos.

Pocos meses después decidí, en un inexplicado arrebato de compasión, llevar unas flores a su descuidada sepultura. Al llegar al cementerio vislumbré su figura desde la distancia, pero la inusitada espectralidad de la escena no me conmovió. Es más: puede que ni siquiera me sorprendiese. Allí estaba, sentado sobre un banco de piedra, contemplando su propia tumba, gimoteando en silencio, absolutamente desolado.

No necesitaba que nadie lo llorase. Ya estaba él para llorarse a sí mismo. Ya estaba él para lamentar su propia muerte.

¿Qué fue de Ellie Creed?

Hace algunas semanas anuncié en las redes sociales que había tenido la suerte de ganar un concurso de relatos dedicado a Stephen King, y organizado por la prestigiosa revista Círculo de Lovecraft. La consigna era muy clara: escribir un relato ambientado en los mundos de King, tomando como referencia algún escenario, contexto o personaje de cualquiera de sus obras. Me pareció que era una excelente oportunidad para responderme a una pregunta que me había hecho muchas veces: ¿Qué ha pasado con Ellie Creed, la hija del malogrado doctor Louis Creed en Cementerio de animales, para mí una de las tres mejores novelas de Stephen King? Como recordarás, la pequeña Ellie es la única de toda la familia que no sucumbe a la maldición del cementerio micmac —salvo en la última adaptación cinematográfica, claro, en la que a los tipos se les ocurrió… En fin—. Y ya que ni el propio King había resuelto el interrogante, me lancé a la aventura de buscarle una continuidad a la historia de la única superviviente, a quien en las últimas páginas de la novela dejamos con sus abuelos en Chicago, a una distancia prudencial del maldito pueblo de Ludlow en donde tiene lugar todo el asunto.

Portada del número 17 de Círculo de Lovecraft, de próxima aparición, donde se publicará el relato «Ludlow, Maine»

Significó para mí una gran noticia que mi relato resultara ganador de este certamen, en el que participaron más de doscientos escritores aficionados a Stephen King. Como asiduo lector de Círculo de Lovecraft, me gratificó especialmente. Así que tendré el honor, junto a otros doce compañeros, de ver mi relato —titulado «Ludlow, Maine»— entre las páginas de esta publicación de referencia. Pero hablar de todo este asunto nos lleva, por supuesto, a la gran novela de Stephen King. Cementerio de animales está basada, como tantas otras obras del autor, en algunas experiencias personales. A finales de los setenta, y tras lograr el éxito con Carrie (1974), El misterio de ‘Salem’s Lot (1975) y El resplandor (1978), Stephen King y su familia se establecieron en Orrington, un aparentemente idílico pueblecito de Maine en donde el escritor buscaba aislamiento. Muy pronto descubrió un improvisado cementerio de mascotas en la parte trasera de la casa, y poco después el perro de la familia murió atropellado en la carretera, aplastado por uno de los camiones de fertilizantes que pasaban zumbando por el asfalto de la calzada. No tardarían mucho los King en llevarse el susto de su vida cuando al pequeño Owen —sí, el mismo Owen King que es coautor del libro Bellas durmientes (2018)— casi lo hace papilla uno de estos camiones. Los King decidieron mudarse de tan siniestro lugar, pero es obvio que al bueno de Stephen todo esto le sirvió como inspiración para la creación de una de sus obras maestras.

Cementerio de animales, de Stephen King. Debolsillo, Barcelona, 2017. 483 páginas

Cabe aclarar que el manuscrito original dormitó en un cajón durante un par de años. Stephen King, un padre entregado, se horrorizó al finalizarlo y comprobar lo que había escrito, y lo mismo le pasó a su mujer, Tabitha. No obstante, el escritor tuvo el acierto de comprender que semejante novela no podía quedarse sin publicar. Vería la luz, editada por Doubleday, el 14 de noviembre de 1983 —curiosamente, tres días después de que este Disparaletras que suscribe arribara al mundo—. Cementerio de animales bien puede hacerse un hueco entre las mejores novelas de terror del siglo XX.  Además de los hechos biográficos antes mencionados, la idea argumental surge como un homenaje al gran relato de W. W. Jacobs «La pata de mono» —del que ya hemos hablado en este blog aquí—. La novela posee una de las atmósferas más terroríficas de toda la obra de King, y exhibe un acabado en sus formas y en su diagrama narrativo muy propio de las novelas de este periodo del autor. La narración transmite un terror denso, pegajoso y realista, y toda ella está recubierta de un halo excepcionalmente trágico. A la hora de mencionar sus adaptaciones al cine, huelga aclarar que me quedo con la versión clásica, realizada en 1989 por Mary Lambert y estrenada en España con el dudoso título de Cementerio viviente. No sólo es una adaptación mucho más fiel a la novela, merced a un excelente guion escrito por el propio Stephen King, sino que el autor realiza uno de sus inmortales cameos como sacerdote en el oficio de un entierro, en la que es a día de hoy una de las imágenes más icónicas del cine de terror de todos los tiempos. Hela aquí:

Stephen King oficiando de sacerdote en la versión cinematográfica Cementerio viviente (Mary Lambert, 1989). Una imagen memorable

A la espera de la aparición de «Ludlow, Maine» en las páginas de Círculo de Lovecraft, donde te ofrezco mi particular secuela de esta impresionante novela, no estaría de más, quizá, sumergirnos por enésima vez en las páginas de una de las obras más escalofriantes de Stephen King.

La despedida de hoy es musical y obligatoria: los Ramones interpretando Pet Sematary, impagable canción incluida en el álbum Brain Drain (1989). El fandango grotesco-macabro que se marcan en el videoclip apenas merece comentario…

Ramones, Pet Sematary (Brain Drain, 1989)

Renacer

Abres los ojos y todo es oscuridad. La tierra negra invade tus pulmones y no puedes respirar. Estás atrapado, obnubilado, deshecho. Vapuleado. Destruido. De repente surge una luz; no proviene del exterior, y por tanto no es un signo de salvación. La tienes dentro de ti y brilla como el primer día. Y te empuja. Y te mueves. Y reptas entre los laberintos de la penumbra y la sordidez. Hueles la luz al final del túnel. Anhelas llegar a ella y volver a respirar, y sientes por primera vez que puedes vencer a la oscuridad.

Culebreas y gritas, aunque tragues tierra húmeda y gusanos. Sientes que el fantasma de la Muerte y de la Oscuridad no te dejará salir, ya que es el guardián de tu prisión. Procura empujarte hacia abajo, nuevamente hacia la insana lobreguez del sepulcro. Hacia el olvido. Hacia la destrucción. Hacia la nada.

Abres los ojos y ves la luz, y sientes que has vencido. Tu mano anhelante asoma de entre la tierra removida y puedes por fin sentir el aire del exterior. La luz del exterior.

Has vencido a la oscuridad.

Es entonces cuando comprendes que no tenías otro destino que renacer.

Un nuevo día

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Todas las mañanas me despierto en el mismo lugar: una parcela del cementerio de mi ciudad natal. Se trata de una sepultura a medio cavar, sin nombre, lápida ni identificación.

Sé que es mía.

Todas las noches apoyo con temor la cabeza en la almohada. Tengo sueños placenteros y apacibles, pero al despertar siento el aroma de la tierra húmeda y recientemente removida.

Hace unos meses, y convencido de que se trataba de un caso de profundo sonambulismo, intenté combatir este aciago destino yéndome a dormir a un hotel lejano, a más de cien kilómetros de mi ciudad y de mi tumba. Pero al despertar estaba otra vez allí: en la parcela rectangular que todavía no tiene mi nombre inscrito, pero que un día lo tendrá.

Desesperado, puse aún más distancia de por medio. Hice un vuelo transoceánico, aprovechando la hospitalidad de unos amigos que tengo en el otro lado del mundo. La noche que pasé en el avión me atiborré a café y estimulantes; no soportaba la idea dormirme a miles de metros de altura para despertarme al ras del suelo. Llegué a destino sin sobresaltos y fui recibido cordialmente por mis huéspedes, que me habían preparado una habitación confortable y una maravillosa cama de dos plazas.

Me acosté a dormir, y cuando desperté ya podéis imaginar dónde me encontraba. No dejo de imaginar la perplejidad de mis amigos al percatarse de mi inexplicable huida de su casa.

Se ha hecho tarde; el sueño me vence.

He vuelto a mi ciudad, a mi casa, a mi cama. Mañana me espera un nuevo despertar en el lugar de siempre. Todo será cuestión de sacudir la tierra de mi pijama y de mi rostro, observar de reojo las lápidas que me rodean… y emprender con optimismo un nuevo día.