De entre todos los relatos de Edgar Allan Poe, probablemente sea «Berenice» aquel que más se instala en los terrenos de lo que podríamos llamar «horror moderno». Relato absolutamente adelantado a su tiempo, exhibe una de las atmósferas más enfermizas y mórbidas de toda la obra del autor, al tiempo que conduce el ánimo del lector hacia uno de los finales más violentos y perturbadores de la historia del horror literario. Paradigma rotundo del estilo y la temática del autor, quizá se trate de su obra definitiva.
Poe escribió «Berenice» alrededor de 1834. El relato vería la luz en marzo del año siguiente en las páginas del Southern Literary Messenger. De más está decir que su aparición provocó reacciones de protesta y repulsa entre los lectores más sensibles; Poe volvió a publicarlo diez años después en el Broadway Journal, en el fugaz impasse durante el cual fue dueño y regidor de este periódico —lo compró en 1845, y pocos meses después la publicación decayó—. Un signo más de la existencia errática y marcada por el fracaso del autor, pero también una de sus pocas muestras de transigencia creativa: esta segunda publicación del relato sufrió algunas modificaciones que, en cualquier caso, poco pudieron hacer para ocultar la brutal impetuosidad de los hechos que se relatan, así como su espiral de demencia y vejación física.
«Berenice», como quintaesencia de relato «a lo Poe», reúne muchas de las características habituales en el abanico temático del autor: entierro prematuro, amada perdida, enfermedad como fenómeno que trastoca la identidad de los personajes, trastorno mental como vehículo de los actos del protagonista. Este se presenta al lector como Egaeus; y, aunque omite su apellido, es uno de los pocos narradores obsesivos de Poe del que al menos tendremos acceso a su nombre de pila. Se trata del solitario y macilento habitante de una biblioteca; un aposento decadente y apolillado en donde nació, creció y seguramente desarrolló esa monomanía que durante la primera mitad del cuento se encarga de intentar describir, no sin cierta dificultad. Al parecer hablamos de un mal atípico y poco habitual: una tendencia enfermiza a la atención mórbida por ciertos «objetos triviales», atención que deriva en reflexiones desagradables y en una especie de obsesión imposible de combatir.
Con esta descripción —intencionadamente peregrina y difusa— de su enfermedad, Egaeus nos pone en situación y nos habla de ese trastorno que, según intuimos, es el motor narrativo de toda la historia. A diferencia de otros narradores de Poe —como los de «El gato negro» (The Black Cat, 1843) o «El corazón delator» (The Tell-Tale Heart, 1843)—, el Egaeus que desgrana la historia en «Berenice» es un narrador tranquilo y sosegado, se diría que bajo la influencia de algún opiáceo o sustancia tranquilizadora. Solo al final entendemos que la carga de horror bestial que emanan sus actos es lo que probablemente lo ha adormecido.
Pero la cosa va a de enfermedades, así que Egaeus también nos cuenta la patología de su prima Berenice, esa prima amada e inevitable y trágicamente destinada a convertirse en su esposa. Berenice sufre un extraño género de epilepsia que, según el narrador, «terminaba no rara vez en catalepsia» —la cursiva, desde luego, es del autor—. La enfermedad de su prima entristece y desconsuela a Egaeus, quien, impotente, contempla la degradación física y espiritual de su amada, una especie de descomposición ontológica que difumina la identidad en otro tiempo alegre y vital de la desgraciada Berenice. En un momento desafortunado, Egaeus pide en matrimonio a su prima, en lo que parece un acto de compasión final. En otro momento aún más desafortunado, y en medio de uno de los brotes de esta monomanía sin nombre ni forma que aqueja a nuestro protagonista, una desmejorada Berenice exhibe una sonrisa enferma; la sonrisa característica de los convalecientes o de las víctimas de alguna carcoma terminal: los labios replegados y casi inexistentes, el rostro lívido y marmóreo, las facciones turbadas por algo que se necrosa poco a poco…
Entonces aparecen los dientes. El protagonista los describe con una precisión espeluznante, con un nivel de detalle sobrecogedor. Fruto de su obsesión, claro está; solo gracias a una «atención mórbida» como la suya es posible alcanzar semejante nivel de descripción, incluso en el recuerdo. Su realidad gira entonces alrededor de estas piezas dentales, que no puede apartar de su mente perturbada. Hasta tal punto es así que de esta forma nos describe el paso de las horas, absorto en el nuevo objeto de su obsesión:
Y la tarde cayó sobre mí, y vino la oscuridad, y duró y se fue, y amaneció el nuevo día, y las brumas de una segunda noche se acumularon y yo seguía inmóvil, sentado en aquel aposento solitario; y seguí sumido en la meditación, y el fantasma de los dientes mantenía su terrible ascendiente como si, con la claridad más viva y más espantosa, flotara entre las cambiantes luces y sombras del recinto.
Lo único que rompe este letargo alucinatorio es «un grito como de horror y consternación». El anuncio tan esperado: la muerte de Berenice. Un acceso de epilepsia la ha conducido hasta la tumba, que ya está preparada para recibirla.
Después, un confuso despertar que presagia el horror pasado; es el momento en el que Poe rompe la línea cronológica con la inserción magistral de un «vacío narrativo». Algo ha ocurrido, pero como viajamos a través de la atribulada mente del narrador, la misma nebulosa que obstaculiza su entendimiento nos impide vislumbrar una escena preñada del horror más absoluto.
No obstante, se nos ofrecerán indicios, elementos y consecuencias para dilucidarla, claro que sí. Existe una ligera noción en la bruma de consciencia de Egaeus: «Yo había hecho algo. ¿Qué era?», plantea la confusa mente del narrador. En la mesa hay una lámpara y una curiosa e insustancial cajita. ¿Otro de los «objetos triviales» que despiertan la obsesión del protagonista? No, por cierto: terminará siendo una entidad trascendental en el proceso de descifrar la tragedia.
Un criado penetra en la habitación y balbucea pinceladas de un horror total: una tumba violada y un cadáver vejado y desfigurado por una horrenda mutilación… ¡Un cadáver que aún respiraba y palpitaba! Egaeus se contempla a sí mismo por primera vez en todo el relato…; quizá por primera vez en toda su vida. Manchas de barro y sangre coagulada. Una pala en un rincón como evidencia de la necrofilia y el merodeo noctámbulo por el camposanto. La cajita, que el tembloroso narrador no puede retener entre sus manos, cae al suelo y se abre, dejando a los ojos del narrador el contenido, la sustancia narrativa que quita el velo a ese escenario de horror puro que el autor, con suma habilidad, solo le ha permitido vislumbrar con sombríos vestigios cada vez menos sutiles: las treinta y dos piezas dentales de Berenice, que ruedan por el suelo con un cloqueo pavoroso que casi somos capaces de escuchar.
Edgar Allan Poe rompe las barreras del horror clásico —¿victoriano?— con la materialización de los elementos. No solo despoja al relato de horror de cualquier dispositivo sobrenatural, sino que al socorrido recurso de la demencia le añade otras patologías que también son capaces de suscitar el terror. Lo más llamativo de todo es que casi no entra en juego la famosa «suspensión voluntaria de la incredulidad» que mencionaba S. T. Coleridge. La verosimilitud del relato en sus planteamientos formales es absoluta, radical, y Poe da una vuelta de tuerca más cuando se adentra en los senderos del brutal desenlace y redobla la apuesta: nuestro protagonista no solo se ha obsesionado con los dientes hasta el punto de desenterrar el cadáver de su prima para arrancárselos sin piedad, sino que la víctima ni siquiera estaba muerta. ¿Podemos hacer un acopio de imaginación suficiente como para deleitarnos con la pavorosa secuencia que el relato nunca detalla, pero que sugiere con tanta maestría? ¿Somos capaces de acercarnos a la tumba, «espiar» a ese lunático desenterrando un cuerpo vivo y, mediante «algunos instrumentos de cirugía dental», verlo mutilar el cuerpo amado y ensangrentado de Berenice?
Ese es quizá el reto principal que se planteó Poe con la confección de esta inexorable obra maestra: materializar una nueva estética del horror puro desarrollando todo aquello que sirve como preludio y epílogo a la secuencia misma que encierra el núcleo del terror, y abonando implacablemente la imaginación del lector para horadar, como siempre, en lo más profundo de nuestras almas.