El egoísta

Había sido el ser más mezquino, egocéntrico e individualista de los que había conocido. Jamás pensaba en nadie que no fuera en sí mismo; nunca había movido un dedo a no ser que fuese en beneficio propio. Nunca jamás había pensado en el bienestar o en la conveniencia de los demás.

Su muerte —un hecho natural— no despertó la habitual congoja. Murió solo. A su funeral y posterior entierro únicamente asistieron los deudos obligatorios, a quienes no acució el llanto. Su recuerdo muy pronto de desvaneció. Nadie lo echó de menos.

Pocos meses después decidí, en un inexplicado arrebato de compasión, llevar unas flores a su descuidada sepultura. Al llegar al cementerio vislumbré su figura desde la distancia, pero la inusitada espectralidad de la escena no me conmovió. Es más: puede que ni siquiera me sorprendiese. Allí estaba, sentado sobre un banco de piedra, contemplando su propia tumba, gimoteando en silencio, absolutamente desolado.

No necesitaba que nadie lo llorase. Ya estaba él para llorarse a sí mismo. Ya estaba él para lamentar su propia muerte.

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