Ases en la manga

Nunca antes había estado tan cerca de que lo pillaran haciendo trampas. Porque la verdad era que tenía pensado hacerlo. Había sido una mano disputada, con muchas apuestas y contrapuestas. El botín terminó siendo suculento, puesto que allí no había faroles posibles: dos tríos, un full y una doble pareja. Nada pudo, lógicamente, con el póquer de ases.

Recogió sus ganancias y se deslizó hacia el exterior del local. Tenía la frente cubierta de sudor. Lo primero que hizo fue deshacerse de los naipes suplementarios y arrojarlos a la primera boca de alcantarilla que encontró; no fuera cosa que sus rivales salieran a la calle, desconfiados, y lo registraran.

Sólo se sintió seguro cuando se subió al autobús. Pensó que los juegos de azar (y la vida en general) estaban cargados de ironía. ¡Por primera vez le había tocado de verdad un póquer de ases! ¡Por primera vez había desplumado a sus oponentes sin recurrir a los ases en la manga!

«La tempestad», la creación más «literaria» de Shakespeare

El pasado martes 23 de abril se celebró el Día del Libro. Como bien sabes, dicha celebración se corresponde con una efeméride muy especial: la fecha de nacimiento y fallecimiento de William Shakespeare (1565 y 1616, respectivamente). Suele ser una jornada de mucha actividad para quienes nos dedicamos a las letras: conferencias, encuentros en institutos y centros educativos, participación en eventos relacionados con la festividad del Libro, etcétera. En todo caso, siempre intento buscar un momento libre durante esta semana tan especial para sumergirme en alguna de las obras del inalcanzable bardo de Stratford, y mucho más este año, cuando la fecha señalada me encuentra sumergido en lo más granado de su producción a causa de una ponencia que tendré el privilegio de ofrecer dentro de poco. Me pareció una buena idea, pues, compartir contigo en El Disparaletras® de hoy algunas impresiones acerca de La tempestad, una de las composiciones más peculiares del siempre genial William Shakespeare.

La tempestad, de William Shakespeare. Cátedra, Madrid, 2003. 508 páginas

La tempestad, estrenada el 1 de noviembre de 1611 en el Palacio de Whitehall, es una de las obras tardías de Shakespeare. A menudo considerada como una fantasía poética (lo que los ingleses llaman «romance»), se trata de una de las piezas shakesperianas más henchidas de elementos fantásticos. Dichos elementos colaboran en la construcción de una atmósfera onírica, casi irreal, dotando a la mayoría de las escenas de un halo de ensoñación realmente delicioso. La obra cuenta la historia de Próspero, en otro tiempo duque de Milán, un anciano que frecuenta libros de magia y alquimia y que es capaz de controlar, mediante estos poderes, a seres fantásticos y angelicales, dominadores de los elementos. Próspero, desterrado de la península itálica y despojado del ducado de Milán por su hermano Antonio, sobrevive en una isla deshabitada (asociada, según la investigación histórica, a una de las Bermudas). Conviven con él su hija Miranda, quien era una niña pequeña en el momento de producirse el destierro (lo cual la convierte en un personaje sometido a constantes descubrimientos y a la llamada «primera mirada») y Calibán, un ser perverso y deforme, abyecto y primitivo, hijo de una bruja, que el tiempo ha convertido en uno de los personajes más carismáticos y analizados de toda la obra shakesperiana.

También habita la isla Ariel, un espíritu del aire, un ser fantástico al que solo Próspero puede ver y oír; Ariel cuenta con un pequeño ejército de espíritus bienhechores a sus órdenes (Ceres, Juno, Iris y un grupo de Ninfas). Gracias a su ascendiente sobre Ariel, Próspero logra desencadenar una tempestad sobre las aguas del mar, tormenta que hace naufragar el navío en el que viaja Alonso, rey de Nápoles, junto con todo su séquito, mientras regresan a Italia tras la boda de su hija en África. En dicha embarcación viajan también Ferdinand, su hijo, así como Antonio, el usurpador del ducado de Milán. También naufragan, entre otros miembros del séquito, Trínculo y Stefano, dos personajes bufonescos inspirados en la commedia dell’Arte italiana quienes, tras su encuentro con el deforme Calibán, harán las delicias del espectador/lector mientras se emborrachan con un barril de ron que sobrevive al desastre marítimo.

La tempestad, pintura de William Hogarth (1730-1740). La imagen representa el momento en el que Ferdinand (izquierda) corteja a Miranda, ante la atenta mirada de Próspero (centro). Se aprecian también la figura angelical de Ariel (arriba) y la contrahecha efigie de Calibán (derecha)

Pese a tratarse de una obra de traiciones y venganzas, La tempestad se engloba dentro de las comedias de Shakespeare, con lo cual no se producen muertes ni desgracias de ninguna clase. El dominio que Próspero ejerce tanto sobre Ariel como sobre Calibán le permite mostrarse como un mago noble y bondadoso, un ser sin ambiciones que ni siquiera ansía recuperar el ducado de Milán. Antonio, su hermano, sí se muestra codicioso cual Macbeth, y en determinado momento de la obra (acto II, escena I) conspirará con Sebastián, hermano de Alonso, para acabar con este y asaltar entre ambos el trono de Nápoles. Las intervenciones del espiritual Ariel, a las órdenes de Próspero, confundirán a los conspiradores, quienes terminarán rindiéndose a la voluntad redentora del anciano mago.

Como toda obra de Shakespeare, La tempestad destaca por su perfección estructural y su impresionante variedad de recursos poéticos y lingüísticos, siempre inagotable en el genio de Stratford. La obra se sustenta en un prodigioso equilibrio escénico, ya que el autor divide al conjunto global de los personajes en tres grupos bien definidos:

1) Próspero, Miranda, Ariel (y el resto de los espíritus) y Ferdinand. 2) Náufragos del séquito real (Alonso, Sebastián, Antonio, Gonzalo y otros). 3) Los bufones (Trínculo, Stefano y Calibán).

Una vez establecidos estos subgrupos de personajes, la sucesión de las escenas se presenta mediante el siguiente esquema secuencial: 1-2-3-1-3-2-1, hábil y simétrica combinación que conduce al lector/espectador con asombrosa regularidad por los diferentes escenarios narrativos de la isla, siguiendo las peripecias de cada subconjunto de personajes.

Miranda y Ferdinand. Óleo de Angelica Kauffmann (1762)

Otro de los grandes atractivos de La tempestad radica en el sometimiento del personaje de Miranda al descubrimiento permanente y al poder fascinante de la «primera mirada». Miranda, al igual que el príncipe Segismundo en La vida es sueño de Calderón de la Barca (1635), no ha conocido otra vida que la que lleva con su padre en la isla, separados de la civilización. No es capaz de apreciar, por ejemplo, la variedad física e intelectual entre los seres humanos, y no conoce a ninguna otra mujer (al finalizar la obra tampoco la conocerá, ya que se trata del único personaje femenino de toda la pieza). A lo largo de su vida sólo ha visto a su padre y al deforme Calibán, con lo cual no es extraño que en el acto V, escena I, exclame al ver a los miembros del séquito del rey varados en la isla:

¡Oh, maravilla,

cuántas criaturas hermosas veo aquí! ¡Qué hermosa

es la raza humana! ¡Oh mundo nuevo y espléndido,

qué bellas son tus gentes!

Tampoco es llamativo que se enamore de Ferdinand nada más verlo. Shakespeare aprovecha esta coyuntura para hacer que la unión de los enamorados sea la causa de la tregua final entre Próspero y su hermano Antonio. Ferdinand, heredero al trono de Nápoles, convertirá a Miranda en reina, recuperando Próspero el ducado de Milán.

Miranda. Óleo de John William Waterhouse (1916)

En cualquier caso, tal vez la característica más destacada de La tempestad sea la naturaleza de su composición, que podríamos calificar de eminentemente literaria. Debe tenerse en cuenta que William Shakespeare (al igual que la mayoría de los dramaturgos del teatro isabelino, como Michael Drayton, John Fletcher, Ben Jonson, Thomas Kyd o Christopher Marlowe) escribía sus obras pensando en la funcionalidad del texto para con la representación dramática. El objetivo consistía en que la composición pudiera ser interpretada con relativa facilidad sobre el escenario, teniendo en cuenta los medios prácticos, técnicos y materiales de la época. Cuando Shakespeare compone La tempestad se ha retirado ya de la escena londinense y pasa sus últimos años en su pueblo natal, Stratford-upon-Avon. Dicho alejamiento de los teatros se hace notar en numerosos pasajes de la obra en los cuales prima el aspecto literario del texto, más que el escénico. Por ejemplo, en el acto III, escena III, los náufragos se encuentran celebrando un banquete y hace su aparición Ariel, enviado por Próspero para confundirlos. Es entonces cuando Shakespeare introduce la siguiente indicación:

Truenos y relámpagos. Entra Ariel en forma de arpía, bate sus alas sobre la mesa y, con hábil truco, desaparece el banquete.

Poco después (acto IV, escena I) se presenta la figura de Juno, participando en una fascinante y sucesiva aparición de espíritus. Juno entra en la escena «volando» sobre el resto de los personajes, descendiendo posteriormente a tierra. Como puede verse, el autor prioriza en este caso el contenido literario de la obra, mostrándose indiferente a la dificultad o en algunos casos a la imposibilidad de ejecutar muchas de estas indicaciones escénicas durante una representación teatral (al menos, en el siglo XVII). La enorme popularidad de La tempestad y el prestigio que ha ganado con el correr de los años han hecho que el teatro moderno sí sea capaz, la mayoría de las veces, de poner en práctica toda su magia sustancial y textual sobre un escenario.

William Shakespeare (1565-1616)

La tempestad, como toda obra shakesperiana, resulta tan actual que su lectura deviene en una experiencia incomparable. Se trata de una alegoría fantástica de extraordinario contenido poético y maravilloso equilibrio discursivo y estructural, concebida por Shakespeare para disfrute del lector. Una comedia de traiciones y redenciones, pero también de ensueños y fantasías, sustentada en una serie de encuentros deliciosos en medio de atmósferas irreales e inasibles. La indescriptible magia que desprende cada uno de sus versos la convierten en una de las cumbres de toda la obra del genio inglés.

«Mathilda», la novela postergada de Mary Shelley

Un proyecto apasionante relacionado con Frankenstein, o el moderno Prometeo (del cual espero poder hablarte dentro de muy poco tiempo en este blog) me ha llevado a una exploración minuciosa de la obra de su autora, Mary W. Shelley; al menos, de sus piezas de narrativa traducidas a nuestra lengua. Fue así como tuve acceso a una novela breve escrita entre 1819 y 1829, pero cuyo manuscrito permaneció varado durante casi ciento treinta años. Hablamos de la trágica novela de corte intimista Mathilda, una narración que recrea la estética genuina de la tradición romántica y que resulta, además, un claro reflejo autobiográfico de la siempre fascinante Mary Shelley.

Mathilda, de Mary W. Shelley. Cátedra, Madrid, 2018. 246 páginas

Una vez culminada la aventura en Villa Diodati junto a Percy Shelley, Lord Byron y John W. Polidori, y tras el éxito inesperado de su primera novela, Mary Shelley se embarcó en la redacción de Mathilda, la trágica historia de una joven que padece el drama de un amor incestuoso por parte de su padre. Huérfana de madre tras el parto, Mathilda crece alejada de su progenitor, ya que este no puede soportar tener ante sus ojos a la criatura que ha provocado la pérdida de aquello que más que quería. La muchacha se cría, entonces, con una tía, convirtiéndose en una joven bella y virtuosa. Al cumplir dieciséis años se reencuentra con su padre, pero este desarrolla una obsesión malsana por ella, sobre todo cuando Mathilda comienza a manifestar sentimientos amorosos hacia un joven de la localidad. El padre adopta una actitud hostil y agria hacia la muchacha, derivando este comportamiento en una convivencia casi imposible de sobrellevar. Finalmente, y durante un encuentro cargado de tensión emocional, el padre confiesa su pecado y sus deseos prohibidos hacia la hija. Esto provoca una ruptura irreversible entre ambos. El padre, comprendiendo que la única manera de paliar sus deseos incestuosos consiste en poner tierra de por medio, se marcha al exilio, donde poco después acaba con su vida. Así, la existencia de Mathilda queda signada por la culpa, el remordimiento y un dolor sin fin. Ni siquiera la tierna amistad y el reconfortante consuelo que le ofrece Woodville, un poeta local que también ha sufrido una lamentable pérdida, consiguen menguar la desolación de Mathilda. La muchacha, gravemente enferma, redacta una ardorosa confesión en su lecho de muerte, siendo su amigo Woodville el destinatario de dicho testimonio.

Mary W. Shelley (1797-1851)

Mathilda es, tanto en su concepción como en la morfología de su discurso, una novela de una modernidad arrolladora. Mary Shelley parece tomar algunos elementos de su biografía personal (la muerte de su madre tras su propio nacimiento, la idolatría exacerbada por su padre, William Godwin, y la aparición providencial y «salvadora» del poeta Percy Bysshe Shelley) para confeccionar un relato de profundo calado emocional que, además, cuestiona sin ambages la estructura de valores de su época. Contemplando el incesto como una perversión moral, la autora se plantea numerosos dilemas concernientes a las relaciones paternofiliales. Lo hace, además, a través de una prosa impecable que apela siempre a la sublimación del sentimiento, permaneciendo fiel a los preceptos estéticos del Romanticismo, tan en boga por aquellos años.

Mary Shelley elabora en esta novela un intrigante juego de espejos entre los personajes y los seres a quienes más quiso en su vida: Mathilda, la narradora, es sin duda su propio reflejo; el padre de la protagonista resulta ser un trasunto de su propio padre, el reputado filósofo anarquista y librepensador William Godwin; mientras que el poeta Woodville, que ha perdido trágicamente a su prometida, aparece como una transcripción literaria del idealizado poeta Percy Bysshe Shelley, quien moriría ahogado en el golfo de La Spezia en julio de 1822, cuando la novela que hoy nos ocupa no estaba aún terminada. De esta forma, es fácil concluir en que ningún otro texto de la autora de Frankenstein resulta tan autobiográfico como Mathilda.

Cuando Mary Shelley encaró la redacción de esta novela el género gótico daba sus últimos estertores. No faltaba mucho para que se publicara Melmoth, el errabundo (Charles R. Maturin, 1820), considerada el canto del cisne del género. Aun así, Mathilda posee una serie de descripciones paisajísticas que reviven la esencia más pura de la novela gótica, todas ellas firmemente arraigadas en el modelo estético del Romanticismo. Son notables las disecciones sensitivas que se hacen de los escenarios, jugando todo el tiempo con analogías que revelan los sentimientos de la narradora y la turbulencia emocional de la cual está impregnada la novela. Así, el relato se erige como un modelo latente del maridaje entre los elementos temáticos del gótico (muy próximos a agotarse) y los cada vez más vigentes modos estilísticos de la escuela romántica, por entonces en auge gracias a la lírica de poetas como William Wordsworth, Samuel Taylor Coleridge, Lord Byron o John Keats. Mary Shelley ya había dado un paso importante hacia el horror victoriano con la redacción de Frankenstein, o el moderno Prometeo, una obra que casi dio el carpetazo definitivo a la novela gótica; con Mathilda, sin embargo, parece ofrecernos un homenaje final a un género que siempre le fue muy querido.

Cuentos góticos, de Mary W. Shelley. Valdemar, Madrid, 2015. 183 páginas.

Mathilda prevalece como una rara avis en la obra de Mary Shelley, ya que no incursiona en el género del horror gótico (como sí lo harían sus cuentos) ni en el moderno «horror cientificista», como Frankenstein. Entre la profusión de libros sobre viajes y biografías de personajes célebres que escribió tras enviudar, sobrevivía en la sombra este fascinante manuscrito inédito que, por los motivos más azarosos, no se publicaría hasta 1959, más de cien años después de la muerte de su autora. Una novela notable por su modernidad y por la extraordinaria valentía de Mary Shelley para incursionar en un tema tan espinoso (y a la vez tan caro al clasicismo) como el incesto, un testimonio del talento literario de esa joven fascinante y audaz a quien, tantos años después, seguimos venerando.

La Noche de los Monstruos: un recuerdo de Villa Diodati

Hoy toca anunciar un evento imperdible que tendrá lugar el próximo miércoles 17 de abril, a partir de las 19 horas, en las dependencias de la Biblioteca Pública Municipal de Santa Brígida: «La Noche de los Monstruos», una conferencia que desgrana la génesis de dos de los mitos fundamentales de la cultura del terror: el monstruo de Frankenstein y el vampiro aristocrático.

A lo largo de una hora y media, haremos un repaso completo de lo que fueron las jornadas de Villa Diodati, durante aquel inolvidable verano sin sol de 1816 en el que un grupo de intelectuales ingleses se reunieron en una finca al pie de los Alpes suizos, a orillas del lago Ginebra. Entre ellos se encontraba la figura más famosa del romanticismo anglosajón de siglo XIX, Lord Byron, acompañado de su médico y asistente personal, el histriónico doctor (y también escritor) John William Polidori. Ambos fueron anfitriones de la pareja conformada por el célebre poeta Percy Bysshe Shelley y la que por entonces era su novia, Mary Wollstonecraft Godwin. En Villa Diodati, y debido a la hostil climatología, debieron permanecer encerrados, sometidos a una obligada convivencia puertas adentro. Entre las múltiples actividades que llevaron a cabo (y sobre las cuales especularemos largamente durante la conferencia) surgió una competencia, ideada por Byron, que consistía en que cada uno de ellos compusiera una narración de horror; el objetivo era comprobar quién tenía más habilidad para entumecer de miedo a los demás. De esta contienda surgirían dos de las obras literarias fundamentales del horror decimonónico: la impresionante novela Frankenstein o el moderno Prometeo, obra de Mary Godwin (más tarde, Mary Shelley) y el relato «El vampiro», creación de Polidori.

En este blog ya hemos analizado en profundidad la obra maestra de la señora Shelley (accede aquí al microensayo sobre Frankenstein). Volveremos a hablar de forma detallada y minuciosa acerca de esta pieza narrativa capital durante la conferencia, ahondando en sus virtudes estructurales, estéticas y discursivas. También analizaremos «El vampiro», ponderando su naturaleza de obra iniciática para un todo un subgénero dentro del horror literario: el vampirismo. Otro tema a tocar será el fuerte componente mitológico que sustenta a ambas obras, y la huella tan alargada que tanto una como la otra han tenido en el cine; se citarán, desde luego, las principales adaptaciones a la gran pantalla.

También será una gran ocasión para analizar el destino mayoritariamente trágico de cada uno de los asistentes a Villa Diodati, como si aquella reunión hubiese signado para siempre su fortuna. Hablaremos sobre las múltiples teorías que se barajan respecto a lo que fue la convivencia problemática y conflictiva entre todos ellos, y de cómo aquel entorno borrascoso y adverso sin duda contribuyó a la creación de dos obras cargadas de una atmósfera tan terrorífica.

Villa Diodati, la finca donde tuvo lugar la mítica reunión entre Lord Byron, John William Polidori, Mary Godwin y Percy Bysshe Shelley, durante el verano de 1816

La conferencia contará con un importante apoyo visual a través de diapositivas muy elocuentes. Al finalizar la ponencia tendrá lugar una ronda de preguntas, durante la cual los asistentes podrán participar y despejar cualquier duda. Se trata, innegablemente, de un encuentro imperdible para todos los amantes del horror clásico, una velada repleta de leyenda y misticismo. Recuerda: miércoles 17 de abril, 19 horas, Biblioteca Pública Municipal de Santa Brígida (C/ El Calvario, N.º 23, Santa Brígida). La entrada es libre y gratuita. ¡Nos vemos allí!

Epistolario lovecraftiano (Parte I): un recorrido literario

Durante muchos años, el epistolario de H. P. Lovecraft ha sido el gran arcano para los lectores en español. Siempre fuimos conscientes de que su narrativa, pese a ser lo más importante y sustancial, apenas constituye el uno por ciento de su producción literaria. Lovecraft escribió, por ejemplo, mucho más ensayo que ficción. Pero, como es bien sabido, lo que más escribió fueron cartas. Sus biógrafos calculan que unas setenta y cinco mil, aunque seguramente más. Y no eran, además, cartas breves; en ocasiones sus misivas a amigos, colegas y corresponsales alcanzaban las veinte o treinta páginas, y nos han llegado algunas muestras que evidencian un contenido a veces más literario que el de las propias obras de ficción.

El problema era, lógicamente, que no había un volumen en español que satisficiera nuestra curiosidad por el epistolario lovecraftiano. La obra de referencia eran las Selected Letters, publicadas en cinco volúmenes entre 1965 y 1976 por Arkham House, con selección y edición del ínclito August Derleth. Eso estaba muy bien, pero para quienes no dominamos el inglés resultaba un poco desesperante.

Selected Letters (volúmenes I a V), de H. P. Lovecraft. Arkham House, Sauk City, 1965-1976

Ahora, por fin, contamos con un resumen destilado de las cartas de Lovecraft. Nos llega de la mano de Javier Calvo, prestigioso escritor y traductor de plumas de auténtico renombre a nuestra lengua (Coetzee, Delillo, Rushdie o mi adorado Foster Wallace se cuentan entre ellas). Calvo selecciona y traduce una serie de cartas (en ocasiones, sólo fragmentos de algunas de ellas) en las que Lovecraft nos habla de sus proyectos literarios, de las obras que pergeña o imagina, de aquellas en las que está trabajando o, incluso, de las esperanzas que alberga respecto a algunas que ya ha puesto a circular en el mercado de las revistas pulp de su época. Todo esto en un magnífico volumen editado por Aristas Martínez y titulado Escribir contra los hombres. Cartas I.

Escribir contra los hombres. Cartas I, de H. P. Lovecraft (edición y traducción de Javier Calvo). Aristas Martínez, Badajoz, 2023. 540 páginas.

El principal mérito que tiene Javier Calvo en la preparación de este volumen (entre muchos otros) consiste en su habilidad para la selección. Es obvio que setenta y cinco mil cartas otorgan mucho terreno para la digresión y la morralla; incluso la criba que hizo Derleth en su día sin duda abunda en temas secundarios y periféricos. El volumen compacto que prepara Javier Calvo, en este caso, elabora un diáfano mapa creativo de la trayectoria de Lovecraft, ofreciéndonos, además de su cara más sincera, una panorámica de su evolución como escritor. La mayoría de las cartas están recortadas y aparecen de manera fragmentaria, pero esto, lejos de restarle calidad al producto final, lo que hace es filtrar toda aquella información que carezca de importancia para el lector que pretenda acercarse a la esencia creativa del autor. En este sentido, el libro funciona como un excelente muestrario de las reflexiones literarias de Lovecraft, de sus procesos mentales previos a la escritura de muchos de sus relatos más representativos, de las inquietudes vitales que estos le despertaban y de la manera en la cual compartía estas tribulaciones con sus amigos y corresponsales.

Índice del volumen, donde se aprecia el recorrido por toda la vida epistolar de H. P. Lovecraft, desde 1910 (las primeras cartas que se conservan) hasta su muerte en 1937

Otro punto fuerte del volumen es su intención de abarcar toda la «vida epistolar» de Lovecraft. El libro ofrece, pues, un resumen de las cartas del autor centradas en su obra literaria desde su época más temprana (1910) hasta sus años finales (1937). Javier Calvo divide el tomo en secciones; cada una de ellas abarca un año en la vida epistolar del autor, y el editor articula, además, introducciones amenas y sumamente explicativas de lo que ha supuesto ese año en particular (sobre todo a nivel creativo) para Lovecraft. Dicha presentación refuerza aún más la sensación de recorrido vital que sin duda persigue el libro a nivel estructural.

Javier Calvo (1973), encargado de la selección, edición y traducción del volumen

Los que somos fanáticos (religiosos, más bien) del autor de Providence nunca tenemos suficiente. Una vez analizada hasta la saciedad su obra, no nos queda otra opción que escudriñar en su vida, en su personalidad. Sus biógrafos (Sprague de Camp y Joshi, sobre todo) siempre han afirmado que el Lovecraft más sincero, el más desnudo emocionalmente, se encuentra en sus cartas. Este impagable tomo de Aristas Martínez nos acerca a la persona tras el genio, al hombre tras la construcción de la ficción, al escritor en toda su dimensión humana y artística.

El trabajo de Javier Calvo tiene una segunda parte, ya disponible en el mercado (Diario de sueños. Cartas II), de la cual hablaremos dentro de algunas semanas en El Disparaletras®. Hay constancia, también, de que se prepara un tercer volumen. El epistolario de H. P. Lovecraft, ese arcano tanto tiempo inaccesible para los no bilingües, por fin emerge ante nuestros ojos en este volumen sublimado y hábilmente trabajado, un camino de migas de pan a través de la mente de uno de los autores más influyentes del siglo XX.

Perro ahogado en la piscina

Desde la ventana de la cocina observé el jardín desparejo y cubierto de hojas. Saboreé el café matutino pensando, como siempre, en las primeras palabras; las responsables de que todas las demás se encadenaran. Ya llegaría el momento de sentarse ante el espacio blanco; el momento de hacerle preguntas al vacío.

Todavía con la taza en la mano, salí al jardín. No era una mañana como otra cualquiera. Una mezcla de horror y angustia había despedazado la rutina. Un deber malicioso la había entorpecido. Pero ¿acaso esperaba que otra persona lo hiciera por mí?

Sin querer mirar, me asomé al vacío. El sol opaco se reflejaba en las aguas mansas.

«Berenice», o la estética pura del horror

De entre todos los relatos de Edgar Allan Poe, probablemente sea «Berenice» aquel que más se instala en los terrenos de lo que podríamos llamar «horror moderno». Relato absolutamente adelantado a su tiempo, exhibe una de las atmósferas más enfermizas y mórbidas de toda la obra del autor, al tiempo que conduce el ánimo del lector hacia uno de los finales más violentos y perturbadores de la historia del horror literario. Paradigma rotundo del estilo y la temática del autor, quizá se trate de su obra definitiva.

«Berenice», de Edgar Allan Poe, incluido en El pozo y el péndulo y otras historias espeluznantes. Valdemar, Madrid, 2009. 343 páginas

Poe escribió «Berenice» alrededor de 1834. El relato vería la luz en marzo del año siguiente en las páginas del Southern Literary Messenger. De más está decir que su aparición provocó reacciones de protesta y repulsa entre los lectores más sensibles; Poe volvió a publicarlo diez años después en el Broadway Journal, en el fugaz impasse durante el cual fue dueño y regidor de este periódico —lo compró en 1845, y pocos meses después la publicación decayó—. Un signo más de la existencia errática y marcada por el fracaso del autor, pero también una de sus pocas muestras de transigencia creativa: esta segunda publicación del relato sufrió algunas modificaciones que, en cualquier caso, poco pudieron hacer para ocultar la brutal impetuosidad de los hechos que se relatan, así como su espiral de demencia y vejación física.

«Berenice», como quintaesencia de relato «a lo Poe», reúne muchas de las características habituales en el abanico temático del autor: entierro prematuro, amada perdida, enfermedad como fenómeno que trastoca la identidad de los personajes, trastorno mental como vehículo de los actos del protagonista. Este se presenta al lector como Egaeus; y, aunque omite su apellido, es uno de los pocos narradores obsesivos de Poe del que al menos tendremos acceso a su nombre de pila. Se trata del solitario y macilento habitante de una biblioteca; un aposento decadente y apolillado en donde nació, creció y seguramente desarrolló esa monomanía que durante la primera mitad del cuento se encarga de intentar describir, no sin cierta dificultad. Al parecer hablamos de un mal atípico y poco habitual: una tendencia enfermiza a la atención mórbida por ciertos «objetos triviales», atención que deriva en reflexiones desagradables y en una especie de obsesión imposible de combatir.

Con esta descripción —intencionadamente peregrina y difusa— de su enfermedad, Egaeus nos pone en situación y nos habla de ese trastorno que, según intuimos, es el motor narrativo de toda la historia. A diferencia de otros narradores de Poe —como los de «El gato negro» (The Black Cat, 1843) o «El corazón delator» (The Tell-Tale Heart, 1843)—, el Egaeus que desgrana la historia en «Berenice» es un narrador tranquilo y sosegado, se diría que bajo la influencia de algún opiáceo o sustancia tranquilizadora. Solo al final entendemos que la carga de horror bestial que emanan sus actos es lo que probablemente lo ha adormecido.

Ilustración que recrea el espeluznante desenlace de «Berenice», una de las obras maestras de Edgar Allan Poe

Pero la cosa va a de enfermedades, así que Egaeus también nos cuenta la patología de su prima Berenice, esa prima amada e inevitable y trágicamente destinada a convertirse en su esposa. Berenice sufre un extraño género de epilepsia que, según el narrador, «terminaba no rara vez en catalepsia» —la cursiva, desde luego, es del autor—. La enfermedad de su prima entristece y desconsuela a Egaeus, quien, impotente, contempla la degradación física y espiritual de su amada, una especie de descomposición ontológica que difumina la identidad en otro tiempo alegre y vital de la desgraciada Berenice. En un momento desafortunado, Egaeus pide en matrimonio a su prima, en lo que parece un acto de compasión final. En otro momento aún más desafortunado, y en medio de uno de los brotes de esta monomanía sin nombre ni forma que aqueja a nuestro protagonista, una desmejorada Berenice exhibe una sonrisa enferma; la sonrisa característica de los convalecientes o de las víctimas de alguna carcoma terminal: los labios replegados y casi inexistentes, el rostro lívido y marmóreo, las facciones turbadas por algo que se necrosa poco a poco…

Entonces aparecen los dientes. El protagonista los describe con una precisión espeluznante, con un nivel de detalle sobrecogedor. Fruto de su obsesión, claro está; solo gracias a una «atención mórbida» como la suya es posible alcanzar semejante nivel de descripción, incluso en el recuerdo. Su realidad gira entonces alrededor de estas piezas dentales, que no puede apartar de su mente perturbada. Hasta tal punto es así que de esta forma nos describe el paso de las horas, absorto en el nuevo objeto de su obsesión:

Y la tarde cayó sobre mí, y vino la oscuridad, y duró y se fue, y amaneció el nuevo día, y las brumas de una segunda noche se acumularon y yo seguía inmóvil, sentado en aquel aposento solitario; y seguí sumido en la meditación, y el fantasma de los dientes mantenía su terrible ascendiente como si, con la claridad más viva y más espantosa, flotara entre las cambiantes luces y sombras del recinto.

Lo único que rompe este letargo alucinatorio es «un grito como de horror y consternación». El anuncio tan esperado: la muerte de Berenice. Un acceso de epilepsia la ha conducido hasta la tumba, que ya está preparada para recibirla.

Después, un confuso despertar que presagia el horror pasado; es el momento en el que Poe rompe la línea cronológica con la inserción magistral de un «vacío narrativo». Algo ha ocurrido, pero como viajamos a través de la atribulada mente del narrador, la misma nebulosa que obstaculiza su entendimiento nos impide vislumbrar una escena preñada del horror más absoluto.

No obstante, se nos ofrecerán indicios, elementos y consecuencias para dilucidarla, claro que sí. Existe una ligera noción en la bruma de consciencia de Egaeus: «Yo había hecho algo. ¿Qué era?», plantea la confusa mente del narrador. En la mesa hay una lámpara y una curiosa e insustancial cajita. ¿Otro de los «objetos triviales» que despiertan la obsesión del protagonista? No, por cierto: terminará siendo una entidad trascendental en el proceso de descifrar la tragedia.

Un criado penetra en la habitación y balbucea pinceladas de un horror total: una tumba violada y un cadáver vejado y desfigurado por una horrenda mutilación… ¡Un cadáver que aún respiraba y palpitaba! Egaeus se contempla a sí mismo por primera vez en todo el relato…; quizá por primera vez en toda su vida. Manchas de barro y sangre coagulada. Una pala en un rincón como evidencia de la necrofilia y el merodeo noctámbulo por el camposanto. La cajita, que el tembloroso narrador no puede retener entre sus manos, cae al suelo y se abre, dejando a los ojos del narrador el contenido, la sustancia narrativa que quita el velo a ese escenario de horror puro que el autor, con suma habilidad, solo le ha permitido vislumbrar con sombríos vestigios cada vez menos sutiles: las treinta y dos piezas dentales de Berenice, que ruedan por el suelo con un cloqueo pavoroso que casi somos capaces de escuchar.

Edgar Allan Poe (1809-1849)

Edgar Allan Poe rompe las barreras del horror clásico —¿victoriano?— con la materialización de los elementos. No solo despoja al relato de horror de cualquier dispositivo sobrenatural, sino que al socorrido recurso de la demencia le añade otras patologías que también son capaces de suscitar el terror. Lo más llamativo de todo es que casi no entra en juego la famosa «suspensión voluntaria de la incredulidad» que mencionaba S. T. Coleridge. La verosimilitud del relato en sus planteamientos formales es absoluta, radical, y Poe da una vuelta de tuerca más cuando se adentra en los senderos del brutal desenlace y redobla la apuesta: nuestro protagonista no solo se ha obsesionado con los dientes hasta el punto de desenterrar el cadáver de su prima para arrancárselos sin piedad, sino que la víctima ni siquiera estaba muerta. ¿Podemos hacer un acopio de imaginación suficiente como para deleitarnos con la pavorosa secuencia que el relato nunca detalla, pero que sugiere con tanta maestría? ¿Somos capaces de acercarnos a la tumba, «espiar» a ese lunático desenterrando un cuerpo vivo y, mediante «algunos instrumentos de cirugía dental», verlo mutilar el cuerpo amado y ensangrentado de Berenice?

Ese es quizá el reto principal que se planteó Poe con la confección de esta inexorable obra maestra: materializar una nueva estética del horror puro desarrollando todo aquello que sirve como preludio y epílogo a la secuencia misma que encierra el núcleo del terror, y abonando implacablemente la imaginación del lector para horadar, como siempre, en lo más profundo de nuestras almas.

El instrumental del novelista

Hoy vengo a anunciarte la convocatoria de un taller intensivo de novela que voy a estar impartiendo en la academia Fuentetaja durante los meses de abril, mayo y junio, y cerrando este curso académico 2023-2024. Se trata de un taller casi exclusivamente teórico, compuesto de un buen puñado de lecciones en las que desgranaremos diversas técnicas para la composición de novelas. Lo hemos bautizado «El instrumental del novelista».

Es un taller ideal para todos aquellos que tengan un proyecto de novela en ciernes o en sus primeras fases embrionarias, y que se vean necesitados de las herramientas básicas para ponerlo en marcha. El taller será presencial y constará de doce sesiones. En cada una de ellas profundizaremos en un aspecto concreto de la composición novelística, desde el establecimiento de una estructura básica hasta la elección de un estilo, desde el tratamiento del escenario hasta la creación de un conflicto, desde el diagrama de personajes hasta el trazado de una estrategia narrativa.

Aquí tienes todos los datos:

Nivel: Inicial.

Periodicidad: Anual.

Duración: Tres meses (inicio en abril de 2024).

Horario: Miércoles de 19 a 21 horas.

Precio del curso: 120 euros al mes.

Matrícula: 35 euros.

Modalidad: Taller presencial. Aula en Galería Manuel Ojeda (C/ Buenos Aires, N.º 3, Las Palmas de Gran Canaria).

Las plazas son limitadas, y la convocatoria ya está abierta, así que te dejo a continuación el enlace en el cual puedes tramitar tu inscripción:

https://fuentetajaliteraria.com/talleres/intensivo-de-novela-las-palmas

También puedes solicitar tu plaza llamando al 91 531 15 09 o al 619 027 626.

¡Nos vemos allí!

El final del muelle

Acudimos allí en cumplimiento de una promesa largamente postergada. En aquel lugar había comenzado nuestro amor, y en el mismo lugar, al final del muelle, debía terminar. Durante unos cuantos años todo había sido felicidad, idilio y bonanza. Después, las desgracias cayeron sobre nosotros como un simún.

¿Quién determina que este tipo de promesas deban cumplirse? En todo caso, allí estábamos, dispuestos a permanecer juntos hasta el final. En el momento previo, durante los segundos postreros, recordé sus palabras:

—Nunca podremos vivir el uno sin el otro.

Y mi réplica:

—No. El día en que uno decida terminar con todo, el otro lo acompañará. Y será aquí, al final del muelle.

Los ecos de estas palabras resonaban en mi mente cuando, cogidos de la mano, saltamos al vacío.

Taxista (Parte III)

—Siete pesos —me dijo. Como vio que no tenía ganas de hablar (o que apenas me quedaba voz) se puso seco, cortante. Era normal, porque él no sabía lo que yo sí sabía: que nuestros caminos ya se habían cruzado veinte años atrás, en el sur, cerca de Banfield. Me pregunté cómo hacía para salir a la calle manejando el taxi, sabiendo que había torturado y matado a tanta gente. ¿No pensaba que un día se podía encontrar con algún sobreviviente? ¿Que lo podían reconocer? Si eso pasaba, ¿qué iba a decir? ¿Lo que dijeron todos esos hijos de puta en el juicio acerca de la «guerra contra la subversión»?

Le pagué y me bajé. No me quedó otra. Fui rápido con la patente, eso sí. Saqué el lápiz y la libreta que llevo a todos lados y anoté el número: B1246487. Más vieja que el carajo. Calculé que sería un modelo 87, como mucho. Un Peugeot 504. Hubiese sido mejor anotar el número de licencia, pero en el interior del taxi me había quedado paralizado. Arrancó por Brasil en dirección al río. Yo entré en el Parque Lezama y me senté en los escalones del anfiteatro. Había un poco de gente. Septiembre del 99. Primavera recién estrenada, elecciones dentro de un mes. El fin del menemismo. El fin de una década. El fin de una era.

Para mí empezaba todo de nuevo. Había encontrado eso que el destino me había escamoteado durante veinte años. Lo tenía ahí, en un papelito. Una letra y siete números. Un nombre, también. Carrasco.

Al mediodía entré en una pizzería, pedí una fugazzetta y me tomé dos cervezas. Marisa tenía turno corrido ese día; no llegaba a casa hasta las cinco y media. Volví a eso de las dos. Me acerqué a la mesa del teléfono. Al lado estaba la agenda. Todos los números anotados con la letra chiquita y apretada de Marisa. Fui a la «M». ¿Cuánto hacía que no hablábamos? ¿Ocho, diez años?

Levanté el tubo. Giré el disco ocho veces. Sonó. Atendieron.

—Marce —dije—. Lo encontré.

Taxista (Parte II)

—Ey, jefe… ¿A dónde lo llevo? —repitió con la misma voz rota de fumador que tenía en la oscuridad, mientras apenas veía su cara entre el humo del cigarrillo, allá por el setenta y nueve. Ante mi silencio, se dio vuelta y me miró. No me reconoció. Yo a él sí. Ya no tenía el bigotito, y las cejas eran más gruesas, desparejas, caóticas. No le quedaba nada de marcial.

—Hasta el Parque Lezama —dije en un susurro. El taxista volvió al volante y arrancó. Enseguida me di cuenta de que era muy cerca, de que no me iba a dar tiempo a nada. ¿Y qué pensaba hacer?

Agarró por Florida derecho. Pasamos por la puerta del Teatro Astros, donde dos empleados pegaban los carteles del espectáculo de ese mes. Los ojos se me llenaron de lágrimas, los recuerdos se me agolparon atrás de las pupilas. El garaje, la oscuridad, los picanazos, las violaciones. Me acordé de cuando ese hijo de puta me arrancó las uñas con una tenaza, o de cuando me quemó las plantas de los pies con un soplete. Me acordé de Marcelo, de Agustín, de Liliana.

—Mirá vos el tráfico que hay, che —dijo el represor. Con la mano derecha acomodó un poquito el espejo retrovisor. Como no le respondí, me dirigió una mirada larga, casi melancólica.

—Y sí —dije—. A esta hora es normal.

—¿Se siente bien, maestro? —preguntó—. Perdonemé, pero tiene mala cara.

—Sí, no pasa nada. Estoy un poco descompuesto.

«Algo hay que hacer», pensé. No podía concebir la idea de llegar al Parque Lezama, pagarle, bajarme del taxi, dejar que se fuera, volver a casa y decirle a Marisa: «¿Sabés lo que me pasó hoy? Me subo a un taxi en Esmeralda y Corrientes, ¿y a que no adivinás quién era el taxista…?».

Planes. Planes. Un montón de planes empezaron a gritar desde el fondo de mi cabeza. Y los gritos no era sólo míos: también gritaba Marcelo, también gritaba Agustín. También gritaba Liliana, como aquella noche en la que dio a luz en la fosa de cemento, mientras este hijo de puta le ataba las manos a la espalda y la agarraba de los pelos.

Los gritos eran los mismos que escuché cada noche durante veinte años, mientras las pesadillas se convirtieron en las nuevas torturas cotidianas.

Taxista (Parte I)

Los giros del destino hacen que subirte a un taxi, por ejemplo, marque un punto de no retorno en tu vida. Eso me pasó aquella mañana en la esquina de Esmeralda y Corrientes. Hice un gesto, el taxi paró. Subí. La voz del taxista me resultó dolorosamente familiar. Es imposible olvidar la voz que resonaba en la oscuridad del garaje en el que te torturaron durante meses. Tampoco podés olvidarte de los ojos del torturador. Y vi los ojos de ese hijo de puta en el espejo retrovisor. Estaba más viejo, más apagado, todo su furor aplastado por la rutina de las calles de Buenos Aires. Pero era él. ¿Era posible, acaso, confundirlo con otro?

—¿A dónde lo llevo, jefe? —preguntó.

Tardé en contestarle. En el fondo de mi mente ya palpitaba la venganza. Lo había encontrado. Después de veinte años lo había encontrado. Ahora —lo supe—, no iba a dejarlo escapar.

RealWarSimulator

Le habían dicho que la experiencia en el RealWarSimulator era lo más cercano a la realidad que podría concebirse. Y él, un estudioso y fanático de las batallas históricas, no dudó en visitar las instalaciones de Battle-Tech Inc., una gigantesca nave industrial reconvertida en centro recreativo donde, en un rincón, se hallaban las ampulosas cabinas del videojuego de realidad virtual más moderno jamás diseñado. Primero eligió la batalla: Normandía. La Segunda Guerra Mundial siempre había sido su gran pasión. En el catálogo de subepisodios se decidió por el desembarco en las playas de Omaha. Lo había visto en películas y lo había experimentado en videojuegos de tipo shooter. Obviamente, esto sería muy diferente. Uno de los empleados le alcanzó un arma ficticia muy similar a los fusiles de asalto que los soldados estadounidenses portaban durante el desembarco.

Muy pronto la realidad desapareció a su alrededor y la conflagración de luces artificiales conformó la nubosa y desapacible mañana del 6 de junio de 1944. Descendió de la barcaza a las aguas inquietas y turbulentas de la playa de Omaha, junto con cientos de compañeros. Gritos, silbidos de disparos, las atronadoras explosiones de los cañones de la fuerza costera alemana, el crudo crepitar de la carne de sus compañeros al ser atravesada por los balazos. Avanzó como pudo entre el agua espumosa, sintiendo cómo las balas zumbaban cerca de sus oídos.

De pronto, y cuando solo había avanzado unas decenas de metros, sintió que lo abatían, que una picuda andanada de munición penetraba en su caja torácica provocándole innumerables laceraciones ardientes. Pensó que los niveles de simulación en realidad virtual habían alcanzado cotas nunca imaginadas; se lamentó por no regular un poco la dificultad de la partida y que esta durase un poco más; se mantuvo a la expectativa, ya que supuso que de un momento a otro las palabras «Game Over» aparecerían en la pantalla.

Sin embargo, todo se volvió negro de un momento a otro. Para siempre.

Media hora más tarde, un pitido en lo alto de la cabina anunció que el tiempo de partida había concluido. El empleado de Battle-Tech Inc. se aproximó y abrió la puerta de plástico reforzado. Apenas se sorprendió cuando el cuerpo cayó tendido de espaldas, bañado en sangre, el pecho perforado por un número no determinado de proyectiles alemanes.

Respuestas

Me habían dicho que tras aquella puerta, en lo alto de la escalinata, estaban las respuestas. Cuando llegué, la encontré cerrada. Llamé, pero nadie me respondió. Silencio. Vacío. El frío de la madera inexpugnable marcaba una distancia eterna con las respuestas, prisioneras de aquel claustro inaccesible. Me fui, con la esperanza de encontrarlas en otro destino. Recorrí mundos enteros y fatigué largas noches de insomnio, pero las respuestas no aparecieron. Las voces me recuerdan una y otra vez que están allí, tras aquella puerta herméticamente bloqueada. Ahora me planteo regresar a lo alto de la escalinata; alimento la injustificada esperanza de, esta vez, encontrar el acceso despejado.

Néctar líquido

Las visitas se hicieron más frecuentes cuando ella logró que se volviera adicto a aquel brebaje dorado, refulgente. Su tonalidad escapaba al espectro del ojo humano, y no era posible describir su sabor, una mezcla de dulzura penetrante y acidez corrosiva. Tampoco su olor era corriente: evocaba las profundidades marinas, y a la vez los fondos de un sótano húmedo y mohoso. Por supuesto, lo más fascinante eran sus efectos una vez que se lo consumía. Ella lo definía como «el pasaje a todo lo que está más allá, y que es inaccesible en el más acá».

Como toda adicción, terminó siendo letal, y él supo que no podía pasar un solo día sin visitarla, sin rogarle que le brindara su dosis de aquel néctar liquido que exacerbaba las puertas de la percepción y multiplicaba los impulsos sensitivos.

Un día, al beberlo, sintió que iba a explotar de placer. Lo último que vio antes de caer en la oscuridad final fue el rostro de ella: sonriente, sus ojos glaucos chispeantes, sus dientes ávidos, su lengua humedecida por un placer anticipado.

El informador de la navaja

La silla giratoria se convirtió en nuestro punto de encuentro. Ninguno de nosotros se afeitaba en casa; debíamos acudir a la barbería por turnos, en busca de instrucciones. Nuestro informador —el tipo de la navaja— nos transmitía las últimas órdenes, los pasos a seguir. A nuestro alrededor, los clientes acudían sin saber que se encontraban en el centro neurálgico de una organización clandestina.

Los rumores comenzaron poco antes del ataque definitivo. Era peligroso hacerse atender cuando no había nadie en el local. Se hablaba de traiciones, de delaciones, y de una inmediata toma de represalias. Se decía que el informador de la navaja tenía ordenes de cercenar el cuello de los perjuros, de aquellos que, según se había demostrado, actuaban como infiltrados de las fuerzas enemigas.

—Bienvenido —dijo el informador—. Tome asiento.

Lo vi coger la navaja.

—¿Lo de siempre? —preguntó. Pasmado, observé que no había nadie más en el salón. Los dineros de Judas pesaron en mi bolsillo como si fueran los trozos de una lápida.

Bibliofilia

Encontré el local al final de una calleja anónima y silenciosa, patibularia, temible. El silencio y la desolación gobernaban el húmedo empedrado de aquel callejón sin nombre. La puerta, mohosa y medio desvencijada, invitaba a darse la vuelta y buscar un nuevo destino. Sin embargo, el dato que me habían proporcionado hacía que la tentación de ingresar y usurpar el tesoro allí abandonado fuera irresistible. «Millares de libros abandonados.» ¿Quién podía no sucumbir a semejante canto de sirenas?

Forcé la puerta, que se abrió con un chirrido herrumbroso. Dentro olía a humedad, a fungosidad añeja. Ejércitos de ratas corrían entre la atestada penumbra. Un interruptor cubierto de telarañas me permitió encender las luces del techo: una hilera de fluorescentes opacos. Sorprendentemente, funcionaban todos. Fue entonces cuando contemplé, embelesado, el suculento botín. «Millares» era una palabra que no podía resumir el apabullante amontonamiento de libros que asfixiaba el reducido espacio del local. Las estanterías, repletas, parecían obsoletas entre las pilas sin número y las caóticas montañas de volúmenes que se erguían entre las baldas atestadas. Había mesas sobre las cuales no se percibía un solo espacio libre, y apenas era posible desplazarse por el suelo de linóleo debido a los desordenados e irregulares montículos de libros que daban forma a aquel dédalo enloquecedor de literatura desperdigada y abandonada.

¿Por dónde empezar? Sentí que el ansia me cerraba la garganta y que una capa de sudor frío se deslizaba por mi espalda. Observé un escritorio más o menos despejado a mano derecha; concluí en que era el único lugar posible donde organizar los tomos que indefectiblemente me llevaría. Al aproximarme al mueble percibí casi enseguida el hedor: una pestilencia nauseabunda, densa, pegajosa. Casi física. Con cautela, me asomé al otro lado del escritorio. Tumbado en el suelo, y con incontables tomos abiertos y deshojados a su alrededor, yacía el cuerpo sin vida y cubierto de gusanos y larvas del anterior visitante del local. Otro sujeto víctima de la bibliofilia. No me hizo falta oír el bramido de la puerta al cerrarse violentamente para comprender cuál era el destino que me esperaba.

Mientras este llegaba a mí, deslizándose perezosamente, localicé un asiento y comencé a leer.

2024: el propósito de disparar más letras

La entrada de El Disparaletras® de hoy coincide con la llegada de 2024 (año bisiesto). La abundancia de proyectos a este lado del teclado ha sido tal durante el fugitivo 2023 que lo cierto es que cada vez se hace más complicado mantener la continuidad que siempre, desde aquel lejano octubre de 2018, ha tenido este blog. Aun así, te puedo asegurar que me estoy desviviendo por mantenerlo activo y por insuflar vida a esta comunicación que desde hace tantos meses y entradas (más de doscientas cincuenta ya) nos une.

Como siempre que empieza el año, es normal hacer propósitos y promesas de esas que uno espera hacer efectivas al menos hasta un poco más allá del día de los Reyes Magos. Por mi parte, y tras efectuar un análisis concienzudo del contenido de este blog, creo que se hace necesario un enfoque algo más fresco a la hora de ofrecerte los ya emblemáticos Microensayos que forman el grueso de nuestras entradas. Quizá vaya siendo hora de empezar a compartir impresiones, disecciones y opiniones acerca de lecturas un tanto más modernas, libros y obras que nos ofrezcan una panorámica de la literatura contemporánea, especialmente en lo que respecta al género de terror. Por supuesto, no dejaremos de analizar de vez en cuando esos libros clásicos infaltables en toda biblioteca, pero sí me gustaría traer por aquí noticias referidas a lo último en el género de terror, sobre todo aquellos que nos hagan llegar las editoriales independientes, que tan encomiable labor están haciendo. Lanzado queda, pues, el primer órdago de este 2024.

La parcela dedicada a los Microcuentos también intentará ser algo más fresca y original. Esto tiene que ver con un proyecto creativo personal que no solo implica los posteos en el blog, sino una nueva orientación en los trabajos de narrativa. Me he planteado el cultivo del microcuento como un arte, como un ejercicio de orfebrería que ha de obedecer a la misma disciplina y rigor creativo con los que suelo trabajar en la confección diaria de cuentos y novelas. La intención —y aquí lanzo el segundo órdago— es que ese trabajo casi alquímico con las palabras quede reflejado en algunas entradas de El Disparaletras® de este año que arranca.

Por último —y tal vez por eso, lo más importante de todo— durante este 2024 también me comprometo a seguir disparando letras y creando más historias. Las musas dictaminarán en qué dirección irán orientados los temas, las estructuras, la metodología o el estilo; lo único cierto es que solo en la práctica diaria del arte de la escritura se encuentra el disfrute, la única forma de saciar esta sed de palabras que a los escritores nos acucia cada día, a cada hora. Ya no se trata solo de cumplir con un trabajo o con la satisfacción de una inquietud creativa; se trata, indudablemente, de una necesidad vital. Este es, pues, el tercer y más ambicioso órdago de este 2024: seguir disparando y disparando letras como si no hubiera mañana.

Por último, me despido hoy agradeciéndote, como siempre, tus visitas a este, mi pequeño hogar construido a base de palabras. Año tras año me satisface ver cómo crece la cantidad de visitantes, cómo cada vez son más lo comentarios y la interacción, y cómo con cada entrada se incrementa la familia lectora. Sin ti, nada de esto sería posible.

¡Feliz 2024!

Derrelictos

La tormenta nos sorprendió en una latitud que no pudimos registrar. Nubes espesas y cargadas de humedad se cernieron sobre la cubierta, desprendiendo un aire salitroso y nauseabundo. Tras numerosas sacudidas el buque pareció estabilizarse, pero más adelante solo pudimos percibir la desolación de un poblado cementerio naval. Numerosos derrelictos flotaban indolentes en medio del agua mansa. No había tripulantes. No había señales de vida. Solo derrelictos; silenciosos, afantasmados. Cuando nuestra embarcación fue una más en aquel conjunto de monstruos flotantes sin vida, nos vimos obligados a comprobar nuestra propia materialidad. No nos sorprendió verificar que ya no formábamos parte de la realidad. Al igual que los barcos abandonados en aquella bahía espectral, habíamos traspasado una barrera infranqueable.

Expediente Ligotti. Parte VIII: El horror corporativo

Esta entrega del «Expediente Ligotti», la octava ya, se desplaza en el tiempo y por primera vez rompe el orden cronológico a la hora de analizar la obra del autor de Michigan. Esto ocurre por un motivo concreto: las piezas ligottianas que componen este posteo tardaron más de veinte años en ser traducidas al español, y sólo ahora, y gracias a la encomiable labor de Valdemar, tenemos acceso a estas cuatro magníficas narraciones. Dichas obras nos descubren un nuevo registro en la andadura de Thomas Ligotti por el horror ontológico, un registro al que llamaremos «horror corporativo». Veamos, pues, qué nos ofrece el autor en Mi trabajo todavía no está acabado.

Mi trabajo todavía no está acabado. Tres cuentos de horror corporativo, de Thomas Ligotti. Valdemar, Madrid, 2023. 256 páginas

El volumen se inicia con la única novela escrita y publicada por Thomas Ligotti, y que es la que da título al volumen: Mi trabajo todavía no está acabado. En ella se muestra una vez más como un autor disruptivo en cuanto a las formas, sobre todo en lo relacionado con la elección del punto de vista y la voz narrativa —que fluctúa entre la primera persona y un narrador omnisciente cuya intervención analizaremos—. En cuanto a la temática, encontramos aquí a un Ligotti tan original como inesperado, ya que desarrolla una especie de thriller policial muy alejado de su espectro temático habitual. La novela cuenta la historia de Frank Dominio, un hombre que lleva casi media vida trabajando en una compañía en la que apenas ha conseguido medrar. A causa de un desplante de su supervisor, y sospechando una conspiración por parte de sus compañeros de planta, inicia una cruzada homicida y sistemática cuyo objetivo es eliminarlos uno a uno. Tratándose de Thomas Ligotti, es fácil deducir que no estamos hablando de una novela de psycho-killers al uso. La narración bucea, como siempre, en lo más tenebroso de la esencia humana, y libera una importante dosis de ese primitivismo que es distintivo tanto en su obra como en la de su gran maestro, H. P. Lovecraft. En este caso, Ligotti se vale de esa pulsión violenta que anida en la demencia del protagonista para establecer una aguda y despiadada crítica al sistema capitalista neoliberal, un esquema de sociedad mandibular, embrutecedor y deshumanizante que no sólo pervierte y adultera las relaciones entre las personas y con el ambiente, sino que además procura —en vano, como se verá— neutralizar ese lado animal que arraiga en el fondo de la esencia humana. Frank Dominio es un personaje sometido por sus obsesiones, pero al mismo tiempo exacerbado por el repetitivo mensaje vital que plasma la dinámica del día a día en su psique: la vida orgánica se ha convertido en un bien de mercado, cada paso que da y cada bocanada de aire que respira supone el alza o baja de valores, cada decisión que toma está inserta en un mercado que todo lo mide y lo monetiza. Así, el ser humano encuentra sólo una forma posible de existencia, basada en la competencia laboral despiadada y en el sometimiento a lo utilitario y lo mercantilista. Ligotti empuja a su personaje hasta el límite del «no-ser», y se vale de dicha estrategia para establecer un fascinante bosquejo narrativo, dinámico y periférico, sin ningún tipo de limitación estructural. Se trata, creo, de un logro sin precedentes en la narrativa de terror, una indagación estremecedora en las fronteras de la existencia a través de la mirada cínica del mundo corporativo.

Thomas Ligotti emplea en esta novela una voz narrativa muy particular: un narrador mixto que oscila entre el intimismo de la primera persona y la omnisciencia de la tercera. Frank Dominio, escindido de su ontología a causa de un incidente —imposible de aportar sin desvelar la trama—, es capaz de observar los hechos desde una postura de demiurgo o dios controlador. Aquí Ligotti se acerca, en cierta medida, al experimento que llevó a cabo William Hope Hodgson en la novela La casa en el confín de la tierra, de 1908. El desprendimiento de la personalidad de Dominio determina no sólo la ejecución de su plan, ese trabajo que se ha propuesto terminar a toda costa —es decir, asesinar uno a uno a sus compañeros de planta—, sino que además permite al autor configurar un mapa narrativo ambicioso y complejo. Al mismo tiempo, evidencia que su afán rupturista no encuentra límites. Ligotti demuestra conocer tan a fondo los códigos de la comunicación literaria que se permite romperlos, sin alterar la armonía, la solidez y la coherencia de su entramado narrativo.

El barroco e inabarcable universo de Thomas Ligotti

Es poco más lo que se puede decir de Mi trabajo todavía no está acabado sin desvelar los entresijos de una trama magníficamente urdida. A modo de conclusión me permito afirmar, sin exageraciones, que esta pieza ha de ingresar en la galería de las veinte o treinta mejores novelas de terror de todos los tiempos. La rotunda modernidad de su estructura hace que quizá hoy en día sea incomprendida, y la complejidad de su mensaje tal vez desoriente a lectores escasamente proactivos. Lo cierto, en todo caso, es que estamos ante una obra maestra, un clásico con mayúsculas, una novela que el tiempo convertirá en un paradigma no sólo de la obra de su autor, sino de toda la corriente literaria adscrita al horror ontológico.

My Work is not Yet Done, portada de la edición publicada en 2002 por Virgin Books

El libro, en su formato original, incluye otras dos piezas que apuntalan la visión crítica de Ligotti acerca del mundo empresarial y corporativo. Una de ellas es «Tengo un plan especial para este mundo», obra de narrativa en prosa que no debe confundirse con el poema homónimo que analizamos en la séptima entrega de este «Expediente Ligotti», y que la editorial Aurora Dorada incluyó en el volumen El vínculo espectral —accede a este microensayo aquí—. La narración nos permite asistir a una especie de segundo advenimiento, en este caso de unas víctimas de asesinato cuya esencia aún sobrevive en una ciudad aplastada por la oscuridad y las truculentas reminiscencias de su pasado. Allí subsiste una corporación, y la visión unipersonal del protagonista y narrador se ve abrumada por el ponzoñoso espíritu competitivo que, una vez más, Ligotti denuncia como un mal endémico en el sistema empresarial capitalista. El relato desgrana las sensaciones físicas que apabullan al personaje principal, obnubilado por el resentimiento y las suspicacias de sus compañeros y superiores y por la insoportable atmósfera tanática del espacio urbano en el cual funciona la compañía.

«La red de pesadillas», el relato que cierra el libro, nos ofrece una originalísima estructura en collage que incluye anuncios clasificados, descripciones escénicas, fragmentos de artículos periodísticos, esbozos de sueños y pesadillas y una muy interesante miscelánea de soportes literarios. Cada uno es la pieza de un fascinante puzle que, presentadas en desorden, nos ofrecen una visión barroca de la deshumanización del trabajo, otro de los apéndices que Ligotti analiza en su indagación por el horror corporativo. En una época de inteligencias artificiales y de suplantación permanente de humanos por máquinas en los puestos de trabajo más básicos, Ligotti se muestra una vez más como un autor adelantado a su época —el relato es del año 2002—. Su propuesta, analizada a través de la lente del horror ontológico, presenta un futuro desolador para la frágil especie humana.

Thomas Ligotti, el autor que revolucionó para siempre el género de terror

La editorial Valdemar, siempre generosa, decidió incluir un muy jugoso apéndice al libro: Crampton, un guion televisivo escrito por Thomas Ligotti y Brandon Trenz que ambos escritores idearon como un episodio para la mítica serie de televisión de los noventa Expediente X. Sin duda, los entramados narrativos de esta serie maridan de forma casi natural con muchos de los postulados temáticos de Ligotti, con lo cual resulta toda una experiencia imaginar lo que podría haber sido este capítulo si se hubiese rodado. Presentado a modo de guion, plantea un desafío muy particular para los agentes Fox Mulder y Dana Scully: el misterioso asesinato de un agente del FBI que resulta no ser tal cosa, un viaje a Crampton, una oscura población de Ohio, una extraña representación teatral y, en definitiva, un mundo de cartón piedra tras el cual el tejido de lo real se tambalea y se deshilacha, envolviendo a los dos agentes en una desconcertante realidad paralela. Sin duda un regalo delicioso para los fans tanto de la serie como del autor: el misterio, el dinamismo y también el humor de Expediente X a través de la mirada lúcida y certera del genio Ligotti.

Crampton, de Thomas Ligotti y Brandon Trenz. Portada de la edición del guion publicado por Chiroptera Press en 2002.

La aparición de cada nuevo libro de Thomas Ligotti en español supone un acontecimiento muy esperado para todos los fans. Su obra es más bien escasa, y quizá por esta razón intentamos paladear y disfrutar de cada frase, de cada palabra. Ligotti se ha establecido como un autor de culto en nuestros días. No sólo ha revolucionado el género del horror literario como nadie lo había hecho desde H. P. Lovecraft, sino que ha dado inicio a una muy interesante escuela en la que ya sobresalen unos cuantos alumnos aventajados, como Matt Cardin o Jon Padgett. El horror ontológico ha llegado para quedarse, y ojalá podamos incrementar las entregas de este «Expediente Ligotti». Todo depende del genio…